“Lo que interesa es aquello que no se cuenta”
Entrevista y foto por Gianmarco Farfán Cerdán
El escritor español José Ovejero (Madrid, 1958) ha demostrado un talento todoterreno para navegar con verdadero arte por diversos géneros literarios. En poesía, obtuvo el Premio Ciudad de Irún 1993 gracias a Biografía del explorador. En novela, ganó el Premio Primavera 2005 por Las vidas ajenas, el Premio Alfaguara 2013 por La invención del amor, así como el Premio Ramón Gómez de La Serna 2010 por La comedia salvaje. Además, en ensayo recibió el Premio Anagrama 2012 por el magnífico La ética de la crueldad. Mientras que su libro de viajes China para hipocondríacos mereció el Premio Grandes Viajeros 1998.
Otras publicaciones suyas son los poemarios El estado de la nación y Nueva guía del Museo del Prado, las novelas Añoranza del héroe, Huir de Palermo, Un mal año para Miki, Nunca pasa nada, y los libros de relatos Cuentos para salvarnos a todos, Qué raros son los hombres y Mujeres que viajan solas. Igualmente, los ensayos Escritores delincuentes y Bruselas, y las obras teatrales Los políticos y La plaga. Por otro lado, el narrador madrileño -que ha sido intérprete de conferencias para la Unión Europea, también- ha impartido conferencias en universidades e instituciones culturales de Estados Unidos, Italia, Francia, Argentina, España, México, Canadá, Australia, Bélgica y Ecuador. Asimismo, ha colaborado con periódicos y revistas como Diario 16, ABC, El Periódico, El Mundo o Quo.
Ovejero vino este 2013 al Perú para presentar el martes 30 de julio La invención del amor, su última y celebrada novela, en la Sala José María Arguedas de la XVIII Feria Internacional del Libro de Lima. Samuel, el reflexivo protagonista de dicha novela, poco a poco -y debido a una confusión de identidades- hace suya una vida que no le pertenece, pero que le acerca amorosamente a Clara, de manera póstuma. Por cierto, Samuel siempre está analizando los cambios de la vida -como en la página 42-: “Los hombres que viven solos, a partir de cierta edad, cuando dejan de creer que la vida en pareja podría ser placentera o excitante, a menudo tienen poca vida social; las mujeres, incluso las resignadas o decididas a permanecer solteras (…) mantienen contactos, salen, hablan de sí mismas y de otras amigas, necesitan piel, voz, intensidad, igual que los hombres necesitan distancia, silencio, indiferencia”.
Muchísimas gracias por la oportunidad, señor Ovejero.
De nada. Es un gusto.
Quería empezar, justamente, con este símil que usted mencionaba de que La invención del amor “está relacionada al contexto de la España de hoy: la comparación de lo que creíamos que íbamos a ser con la constatación terrible de lo que somos”, que es lo que le pasa a Samuel en la novela. Exactamente. Mi pregunta es: ¿qué es España hoy?
Pues España se ha levantado una mañana y ha descubierto que no es ya ese país joven, dinámico, en pleno crecimiento, casi un ejemplo de democracia, que aprobaba leyes progresivas. Sí, todo eso está ahí, pero el crecimiento era sobre una base errónea, sobre la especulación. Hemos descubierto que somos un país con unos índices de corrupción notables, con partidos financiados ilegalmente -todos-, con unas relaciones entre la gran empresa y los sucesivos gobiernos absolutamente inaceptables, con banqueros que tienen miles de millones en los paraísos fiscales mientras dicen a los españoles que tienen que apretarse el cinturón. Es decir, un país en el que, de pronto, nos damos cuenta de eso, de que no éramos lo que habíamos creído. Y, además, con una crisis importante. No sé si política o moral, pero desde luego una crisis de confianza en el sistema. Porque todos esos que pretenden sacarnos de nuestra situación son los que nos han llevado a ella. Entonces, quizá lo único bueno que veo en estos momentos es una población concienciada -como decían los indignados- de que no nos representan y de que somos los ciudadanos los que tenemos que salir a la calle. Hay quien dice: “La política no se hace en la calle”. Yo creo que sí, que en determinados momentos, la política se hace en la calle: cuando tienes un Parlamento ocupado por intereses que no tienen nada que ver con la defensa del bien común.
Samuel necesita inventarse un amor en La invención del amor para renovarse, para volver a sentirse vivo. ¿Qué necesitará inventarse España para renovarse, para volver a vivir?
Lo que necesita es imaginar una sociedad y una política distintas. Porque lo que nos están ofreciendo desde el propio Parlamento son remiendos. Arreglar por aquí, por allá. Sin duda, eso puede ayudar a mejorar la situación económica, pero eso no es todo. Entonces, igual que Samuel tiene que inventarse un amor para poder salir de donde está, creo que España tiene que inventarse nuevas posibilidades. Lo que se está inventando es desde la calle. Están ocurriendo cosas gracias a la presión de las manifestaciones de los indignados, que están proponiendo no diría una nueva forma de democracia: una democracia real. Eso es lo que están intentando imaginar, de manera imperfecta, por supuesto. Quizá, de una manera poco realista. Pero, ¿quién ha dicho que la imaginación tiene que ser realista? Realista tiene que ser el resultado. Y en eso estamos. O están.
La invención del amor, aparte de ser una novela acerca del amor, de los impostores, también es una novela acerca de esta crisis que usted menciona de los hombres, cuando llegan a los cuarenta.
No solo en los hombres.
Creo que a las mujeres les llega más en los cincuenta (con la menopausia). Me preguntaba: ¿cómo pasó José Ovejero esta crisis de los cuarenta? ¿Como la que vivió, más o menos, Samuel o de diferente manera?
No, de manera muy distinta, porque -uno tiene que insistir continuamente en ello- yo no soy Samuel, su vida no es la mía, pero supongo que, como cualquier persona, llegas a una edad -que puede ser antes o después- en la que miras lo que estás haciendo y te preguntas si quieres hacerlo el resto de tu vida. Yo, sencillamente -o no tan sencillamente-, cambié muchas cosas. Dejé mi puesto de trabajo: yo era funcionario en la Unión Europea. Lo dejé porque lo que yo quería, fundamentalmente, era ser escritor. Y una cosa dificultaba la otra. Por suerte, me lo podía permitir; por suerte, mi mujer estaba completamente de acuerdo y me apoyó en ese cambio. Entonces, yo creo que mi solución a la crisis fue más creativa que la de Samuel. En Bruselas fue que trabajaba como funcionario. Eso es.
¿Cómo así tomó el riesgo de crear un personaje que se apropie de una vida que no es la suya? Y, además, lo que usted ha mencionado en algunas entrevistas: el tema de hacerlo verosímil. ¿Cuán difícil fue, por la parte técnica, elaborar esta verosimilitud narrativa?
Claro. El problema con la verosimilitud, cuando va a suceder algo que es sorprendente, es que tienes que prepararlo, pero sin que el lector se dé cuenta de que lo estás preparando. Porque si no se ve “ah, este quiere hacer que lo crea”. Las grandes casualidades son algo que aceptamos en la vida, pero no en la ficción. Y hay que conseguir que el lector lo acepte, poco a poco. Entonces, hay una casualidad inicial, que es que haya dos Samueles en el mismo edificio y que llaman al equivocado. Una vez que aceptas eso, ya lo demás es mucho más fácil de preparar. Y, quizá, el otro problema que había -aparte de que el lector se lo crea- es cómo conseguir que los demás personajes puedan, de manera verosímil, creerse a Samuel. Lo que pasa es que eso es más fácil, porque todos somos conscientes de que no conocemos a los demás, de que siempre hay una parte -lo sabemos por nosotros mismos- que no podemos comunicar o que no queremos comunicar. Cada uno es distinto en las distintas situaciones. Incluso, la hermana de Clara, cuando Samuel le cuenta algo que ella no conoce o que le parece extraño, de alguna manera, lo acepta porque se da cuenta de que hay cosas de su hermana que nunca conoció. Una de ellas podría ser esa que cuenta Samuel. Y con eso juega Samuel para convertirse en el impostor que es. Y con su falta de escrúpulos absoluta, porque no le importa mentir o irse adaptando a lo que ve que los otros esperan.
Es interesante eso que usted menciona porque, justamente, para la hermana de Clara esas nuevas revelaciones sobre su fallecida hermana le llevan a crear una realidad, pero, en verdad, todo es ficción.
Sí.
La ficción se vuelve parte de la realidad. Es un juego muy interesante, muy novelesco.
Sí, claro. Pero, también, parte de eso de que todas las relaciones tienen una parte de ficción. Lo único es que aquí lo llevo más lejos, a partir de la situación del enamoramiento de una mujer que no está, que no va a estar.
Usted mencionaba en otras entrevistas que al amor hay que reinventarlo a cada momento. Si no lo estuviéramos reinventando, se moriría. Entonces, La invención del amor podría ser -aparte de una novela muy interesante- ese cuestionamiento de nosotros (sobre) cómo actuamos para estarnos reinventando siempre el amor, sin llegar al nivel de Samuel -de ser impostor-, pero cómo hemos llegado a eso, a nivel cultural. En verdad, es una creación, como usted lo ha descrito y su personaje lo describe, también.
Sí. Lo que pasa es que tiene que ser una invención realista. Quiero decir, el amor romántico que se nos vende tantas veces en el cine, en la mala literatura, en las canciones, es algo que no le sirve a uno más que para escaparse de un amor y, a lo mejor, de una vida que no tiene nada que ver con eso. Pero yo creo que la buena literatura no es un lugar para escaparse, no es un escondite de una realidad que no nos gusta sino que es un lugar de ficción, un lugar que no existe, pero que nos pone en contacto con nuestras propias necesidades, nuestros propios deseos, nuestras propias frustraciones. Entonces, esta novela sobre la invención disparatada de Samuel, en realidad -como tiene que ser toda buena novela o, al menos, a eso aspiro-, es un diálogo con el lector. Es estarle haciendo plantearse dónde se sitúa en toda esa historia que tiene que ver con la propia.
Y con un protagonista tan reflexivo como Samuel. Desde la primera página ya uno va entrando en las cavilaciones…
Estás pensando con él. A eso ayuda, también, el que esté escrito en primera persona y en presente. Cuando él dice, creo que es la primera frase: “Y ahora subo las escaleras”, el lector ya como que se siente a su lado, se lo está contando a él. No puede decir: “Esto es un artificio, ¿a quién se lo cuenta?”. El lector acepta la magia. Acepta que las cosas no son lo que parecen, pero mientras le des lo que necesita, no te va a cuestionar “¿de dónde has sacado ese conejo?” o “¿qué tenías escondido en la chistera?”. Te acepta el truco y juega contigo.
Me ha quedado una duda sobre La invención del amor: el título original era Triángulo imperfecto…
No. Nunca lo fue. Eso es un seudónimo con el que lo presenté (al Premio Alfaguara de Novela 2013), pero yo siempre supe que ese no iba a ser el título. Puse yo un seudónimo, Doppelgänger, y puse, también, un título que no iba a ser el real (Triángulo imperfecto). Nunca quise ese título. De hecho, me parecía feo, pero no se me ocurrió nada mejor.
En el acta de premiación (cuyo jurado estaba conformado por Manuel Rivas, Annie Morvan, Antonio Ramírez, Jordi Puntí, José María Pozuelo, Xavier Velasco y Pilar Reyes) yo veía y decía: hay un cambio ahí, del (título) policial a la novela amorosa.
Sí, claro. Tiene elementos… No sé si decir de suspense o de esa tensión que encuentras en algún tipo de novelas. Yo no diría policiales, pero estoy pensando sobre todo en Patricia Highsmith: esa tensión en la que tomas a un individuo, que podría ser un individuo normal y corriente, pero lo pones en una situación extraordinaria, de suplantación, de mentira. Y, como todos mentimos, todos sabemos lo que se siente cuando estás a punto de que te descubran. Entonces, es algo que me han dicho varios lectores: que están allí con Samuel y sintiendo “esto va a acabar en catástrofe”. Entonces, eso le da ese elemento de suspense, pero que no es para nada policial o de thriller.
La tradición de crueldad española
Quería conversar sobre otro de sus libros que me parecía muy interesante: La ética de la crueldad. Justo lo comentaba ayer con Andrea Jeftanovic: es genial.
Muchas gracias.
Estupendo. La ética de la crueldad habla de cómo se le ve a España fuera. Usted menciona muchos autores, menciona las corridas de toros, las fiestas…
La Semana Santa.
La Semana Santa… Y uno dice: España es tan cruel. Desde la cultura, la narrativa, las tradiciones populares, es cruel. ¿Pero es tan cruel España históricamente? No lo había pensado con tanto detalle como usted lo ha analizado en su ensayo, que ha ganado el Premio Anagrama.
Yo creo que España sí tiene una tradición de crueldad importante. Existe en todos los países. En España tenemos las corridas de toros, en Inglaterra las peleas de perros, en México las de gallos, el boxeo en Estados Unidos. Es decir, en todas partes hay una tradición de crueldad. Quizá la diferencia con otros países es que esa crueldad se refleja en el arte español muy desde el principio y, además, no de una manera marginal. Porque en Francia hay esa tradición de crueldad, también, pero siempre ha estado como en los márgenes -el Marqués de Sade, Bataille-. Mientras que en España son los máximos exponentes: es la picaresca, es Buñuel, es Goya. Entonces, sí tenemos esa tradición asumida no solo en la vida cotidiana -las fiestas populares en las que se tortura animales- sino, también, en el arte. Eso es lo que me llevó a toda esta reflexión que da pie a La ética de la crueldad. También porque me considero heredero de esa tradición, con novelas como La comedia salvaje, por ejemplo.
¿Disfruta usted, también, las corridas de toros?
No. Nada. La crueldad la disfruto, sobre todo, en la literatura.
¿Tampoco le llaman la atención las fiestas patronales?
No. Pero eso, también, por una cuestión de creencias. Como no creo en nada de lo que allí se muestra, lo puedo ver como una representación teatral, pero no es algo que me conmueva o me interese personalmente.
¿Y usted prefiere estos autores de lo exagerado, como Quevedo, Valle Inclán, Cela, el Bécquer narrador, Vila-Matas o los que parecen extranjeros -que usted ha mencionado-, que son Valera, Azorín, Benet, Marías?
Aunque lo digo como una pequeña limitación intelectual, prefiero a los primeros. Porque los segundos, a lo mejor, son más sutiles, pero yo entronco o entroncaba más -porque quizás estoy cambiando- con los primeros. En esta novela, La invención del amor, creo que hago como una mezcla de los dos. Hay, también, un par de situaciones disparatadas o ciertos momentos de crueldad -como cuando Samuel, el narrador, maltrata de esa manera al otro-, pero es una novela más sutil, en cierto sentido. Más dedicada a los pequeños detalles del pensamiento, de las acciones cotidianas. Entonces, aunque entroncaba más con esa tradición excesiva o casi esperpéntica de lo español, ahora mismo estoy yéndome hacia el otro lado.
¿Y cuál es el otro lado?
El otro lado quizá es una novela -pensada ya desde La invención del amor… Incluso, desde el libro de poemas anterior, Nueva guía del Museo del Prado- más emparentada con un cierto tipo de literatura en inglés, que es la que hacen (Ian) McEwan o Don DeLillo, Philip Roth, en fin, otro tipo de escritores. Aunque Philip es bastante desaforado, también, a ratos. O (John Maxwell) Coetzee. Lo digo por esa tendencia a una novela más psicológica, más de cosas cotidianas que de situaciones extremas.
La atracción de los intelectuales por lo delincuencial
También quería conversar de otro título suyo, que era Escritores delincuentes. Uno de los títulos más provocativos, literariamente, que he leído. Empieza mencionando este ensayo lo de Norman Mailer, que intercambiaba cartas con Jack Henry Abbott y estableció una relación que para muchos siempre está distante: el ámbito cultural del ámbito delincuencial. Pero usted lo acerca de una manera absolutamente dolorosa para muchos escritores. Desde el arranque del ensayo. Ha mencionado (en el libro) muchos factores, pero ¿básicamente, cuál es el factor uno de la atracción entre los escritores y los delincuentes? ¿Más que nada emocional o más que nada intelectual?
Es que no es solo uno, no solo hay un factor, hay varios. Uno es esa mirada distinta sobre los delincuentes que se tiene, al menos, desde los años sesenta -que ya había comenzado antes-, según la cual muchos delincuentes, en realidad, son rebeldes a la sociedad. Entonces, el escritor tiende a identificarse con esas figuras rebeldes. A menudo, sin razón alguna, pero es así. Y luego, esos escritores han vivido -los escritores delincuentes- lo que muchos escritores no hemos vivido. Nosotros vivimos, a menudo, lo que contamos, únicamente en las páginas del libro. Mientras que estos escritores tienen la atracción de lo auténtico. Que es mentira, porque muchos de ellos son, también, una creación de ficción, no tal como se presentan. Jean Genet nunca fue el delincuente que él quería hacer pensar que era. Era un pequeño delincuente, un desastre de delincuente. Y hay otros que han aumentado o exagerado sus hechos delictivos. Aunque te estás acercando a una ficción, en muchos momentos no se era tan consciente de ello. Y, sobre todo, desde una izquierda intelectual se tenía la impresión de que había que sacarlos de la cárcel, porque quien tiene una gran sensibilidad no puede ser un gran delincuente. Cosa que Jack Henry Abbott desmintió rápidamente matando a una persona pocas semanas después de salir de la cárcel. Pero existía esa atracción de la izquierda de creer que estaban haciendo lo correcto, desde un punto de vista más ideológico o general que centrado en cada individuo. Sí hay delincuentes que han salido y nunca han vuelto a delinquir. Hay otros que, para salir, necesitaban una ayuda que no les dieron: los dejaron sueltos en la calle y volvieron a hacer lo que sabían hacer.
Inclusive, ese tipo de ejemplos de un delincuente o un asesino sensible logra llegar al cine, con el caso más claro de Hannibal Lecter, que era muy inteligente, pero absolutamente psicópata.
Sí. Lo que pasa es que nadie en su sano juicio dejaría libre a Hannibal Lecter, mientras que a algunos de estos delincuentes sí.
Mencionó a Genet, pero Genet estuvo en cuatro cárceles.
Sí.
Y, además, se prostituyó.
Sí. Durante un tiempo vivió de eso. En ese caso, sí fue providencial la actuación de los intelectuales.
Sartre, Cocteau.
Sartre, Cocteau y muchos otros del momento, porque en aquella época, en Francia, había una legislación absolutamente aberrante, según la cual, cuando te habían detenido por diez delitos menores, te podían condenar a cadena perpetua en una de esas islas que tenían por ahí, por la Guyana Francesa. Y es lo que estaba a punto de pasarle a Genet, y es por lo que intervinieron Sartre, etcétera. No van a liberarlo después de haber cometido un asesinato sino un hurto de poca monta.
Una de esas razones -usted ya las ha enumerado- me gustó mucho cómo la analiza: “Por un lado, está la mala conciencia social de las clases medias y acomodadas occidentales (…) Esa mala conciencia hace que mucha gente, no sólo intelectuales y escritores, tienda a ponerse del lado del delincuente y no del de la Policía”. Y remata, que me parece sorprendente: “En 1979 el atracador y homicida -y también escritor- Jacques Mesrine fue elegido el hombre más popular del año por los franceses”.
No solo es una fascinación de los intelectuales sino, en general, de las clases medias.
Jacques Mesrine: ¿cómo así llegó a ser el hombre del año en Francia?
Porque era un tipo con mucho carisma, se escapó varias veces de prisión y, cuando en una sociedad hay cierta desconfianza hacia la propia Policía -estamos después de los años sesenta. Es decir, en mayo del 68, de la brutalidad policial- y el sistema jurídico, el ladrón -y en este caso, por desgracia, también homicida- se convierte en héroe al ser un tipo con un gran carisma, una gran habilidad para escaparse y reírse de la Policía. Mucha gente lo veía con simpatía. Y el hecho de que matase alguna persona parece que quedó diluido en esa admiración por el pícaro. Esa misma admiración que había por el pícaro en el siglo XVII. Porque él podía cometer ciertos delitos, pero los auténticos delincuentes eran los reyes, eran el clero.
Y lo siguen siendo.
Sí, claro. Y en esa comparación, a veces, esos “pequeños delincuentes” resultan simpáticos.
Lo público desde la base, los políticos y sus mentiras
Ahora, quería mencionar algunas cosas que usted había dicho, en diversos momentos. Por ejemplo, que “soy un izquierdista que cree mucho en lo público y poco en lo estatal”. ¿Podría desarrollar un poco más este concepto suyo?
Sí. La izquierda durante muchos años ha defendido la intervención, lo más amplia posible, del Estado en la sociedad para corregir la relación de fuerzas, los muy ricos y los muy pobres. El Estado como distribuidor, el Estado como administrador, el Estado como garante. Lo que pasa es que nos hemos dado cuenta de que eso ha llevado a unos Estados anquilosados, corruptos. Porque cuando el Estado tiene mucho poder tiende a corromperse. Estados que en lugar de realizar esa redistribución han contribuido al empobrecimiento de la sociedad. Pero eso no significa que yo tenga que creer que lo único que existe es el mercado y la iniciativa privada. Creo en lo público, pero lo público hecho desde la base. Es decir, que haya toda una serie de servicios -por ejemplo, el agua, el gas, transportes- que no pertenezca únicamente a la iniciativa privada sino que tenga una administración de instituciones públicas. Que no tiene por qué únicamente organizar el Estado. La recuperación de muchos espacios que se han ido privatizando y que deberían devolverse a las comunidades. Ese tipo de cosas.
Habiendo estado dentro del tema político, habiendo trabajado dentro de la política (en la Unión Europea)…
Yo he trabajado en la política como observador, de intérprete. No he estado nunca en la toma de decisiones.
Claro, pero la ha visto de cerca. ¿Es, realmente, un mundo tan terrible como dicen o simplemente hay que estar dentro de la política para volverse uno más? A veces, todos opinamos de afuera, pero cuando estamos ahí…
Es exactamente lo mismo. Los políticos, en general, no me parece que sean ni mejores ni peores que los empresarios o que los obreros. Lo que pasa es que tienen más poder. Pero, quizá, lo paradójico es que ese poder está mucho más limitado de lo que creemos. Es como Obama: yo le creo que quería cerrar Guantánamo. Pero se encuentra con poderes que se lo impiden. O quería reformar la seguridad social y se encuentra con poderes que se lo impiden. Pero si reconoces tu impotencia, inmediatamente se echan encima de ti. La prensa es feroz en todas partes. Entonces, un político está acostumbrado a tener que mentir. Porque si no miente, pierde su puesto. Claro, eso genera un tipo de personaje que, a la larga, acaba siendo tremendamente nocivo. Porque hace aquello que cree que debe hacer, se autojustifica, y cuando empiezas a justificarte, de alguna manera, pierdes el control de los otros, la fiscalización de los que te rodean. Pero no me parece que sean peores ni mejores que tú y yo.
El deseo de escribir
Por otra parte, también, ha contado que había empezado a escribir regularmente a los veinticuatro años y no le publicaron hasta los treinta y cinco. En esos once años, usted seguía amando la literatura, pero no veía los resultados concretos. ¿Cómo así mantuvo la fe en su narrativa?
No la mantuve todo el rato. Hubo tiempos en los que dejé de creer en ella. Dejé de escribir una temporada, pero muy breve porque, al fin y al cabo, lo que me gustaba y lo que me interesaba era escribir.
Unos meses (dejó de escribir).
Unos meses, sí. No recuerdo exactamente cuántos. Pero yo no sé si es cuestión de fe sino de deseo. Yo sabía que quería hacer eso. De hecho, me parecía que lo que yo era, de verdad, era escritor. Claro que era un problema, para mí, el que no lo viesen así los demás. Pero es como si no tuviese otra opción. No es una cuestión de fe, es lo que yo hacía y es lo que quería hacer, entonces, seguía haciéndolo.
Vargas Llosa y algunos otros escritores han dicho que escriben porque es lo único que saben hacer. ¿Usted definiría, también, de esa manera, su relación con la literatura?
No. Yo tengo más habilidades, je, je... Pero mi interés principal era ese. Yo creo que era un buen traductor simultáneo, por ejemplo. Pero no es eso lo que quería hacer. No es ya solo una cuestión de qué es lo que puedes hacer sino de lo que realmente deseas hacer.
También ha mencionado que “no hay que confundir la literatura con la realidad. Una obra literaria se fija en un aspecto de la realidad”. ¿Cuál es ese aspecto de la realidad que más le interesa?
Cambia, por suerte. Yo creo que de novela a novela va cambiando, aunque siempre hay por detrás algún tipo de trasfondo social. Nunca pasa nada, por ejemplo, es una novela sobre personajes muy concretos, pero de trasfondo estaba un poco la sociedad española de hace diez años.
Con los inmigrantes.
Con la inmigración. Pero no escribo novelas de tesis, social o algo por el estilo. A menudo, lo que interesa es aquello que no se cuenta, las historias que quedan ocultas, lo que hay detrás de nuestras máscaras, esa especie de rincones que todos nosotros tenemos y es ahí donde suelo escarbar para sacar mis historias. Y eso era así desde el principio, desde que empecé a escribir y es, quizá, una de las constantes que se han mantenido.
El único consejo general que da a los jóvenes es: “No quieras ser escritor, escribe”.
Hay mucha gente que me da la impresión de que lo que quiere es ser escritor, pero el trabajo que supone escribir, la frustración, como que les da pereza. Es como una conocida que me dijo: “¡Qué envidia me das, qué rabia que estés publicando y yo no!”. Y le pregunté: “¿Qué has escrito, cuánto has escrito?”. “Muy poco, nunca terminé una novela”. “Entonces, a ti no te interesa escribir, lo que te interesa ser escritora, tener ese aura”. Siempre cito el ejemplo de esa escritora española de la que dijeron que con tal de ser escritora estaba dispuesta a todo. Incluso, a escribir. Eso es lo que hay que evitar.
Muchísimas gracias por la entrevista, señor Ovejero. Vuelva en próximas ocasiones para seguir presentando sus obras.
Muchas gracias.
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