“La belleza es algo que va a salvar al hombre”
Entrevista y foto por Gianmarco Farfán Cerdán
El pintor y escultor peruano Gerardo Chávez López (Trujillo, 1937) es uno de los máximos referentes del arte peruano del último medio siglo. Una leyenda viva. Ha expuesto, entre muestras colectivas e individuales, su estupendo arte en veintiún naciones de cuatro continentes. Ha sido alumno de grandes pintores nacionales, ha ganado las máximas distinciones de nuestro país, así como diversos premios en el extranjero. Ha fundado importantes instituciones culturales y ha dejado una obra absolutamente reconocible y respetada -anhelo profesional soñado por todo artista- dentro de la historia del arte nacional de los siglos XX y XXI.
Desde joven, los firmes deseos de Chávez por destacar en el mundo artístico, lo llevaron a conocer países que han marcado la pauta del arte mundial, donde compartió aprendizajes y vivencias con otros grandes, como el cubano Wilfredo Lam y el chileno Roberto Matta. Egresado en 1959 de la Escuela Nacional de Bellas Artes con las más altas calificaciones, partió a Europa al año siguiente. En 1961 realizó su primera exposición individual en Florencia, Italia. Ese mismo año, la ciudad italiana de Viareggio le concedió el Premio al mejor pintor extranjero. En 1966 participó en la Bienal de Venecia. En 1967 efectuó su primera exposición individual en París. En 1974 Bruselas, la capital belga, le concede el Premio a la mejor exposición del año. Repitió el logro en 1976. Ese mismo año recibe el Premio Nichido, en París. Desde 1976, Chávez figura en la Enciclopedia Larousse, así como en el Diccionario, publicaciones que se editan en numerosos idiomas de todo el mundo. En 1978 su ciudad natal, Trujillo, le otorgó la Medalla de Oro en reconocimiento a su labor desarrollada en Europa. En 1981 el Museo de Arte Italiano de Lima realiza, por primera vez, una gran retrospectiva sobre un artista peruano vivo -dedicada a Gerardo Chávez, con 160 de sus obras-. En 1983 organizó en Trujillo la Primera Bienal de Arte Contemporáneo. En 1987 representó al Perú en la XIX Bienal de Sao Paulo. En 1988 obtuvo las Palmas Magisteriales en el grado de Gran Maestro. En 1997 realiza su primera exposición individual en Estados Unidos. Dos años después se lleva a cabo la muestra retrospectiva Gerardo Chávez: Ritmos de lo fantástico en el Museo de Arte Latinoamericano, en Los Ángeles, con más de 150 de sus trabajos. En 2000 le fue concedido el Premio Tecnoquímica por su trayectoria artística. En 2001 inauguró el Museo del Juguete, en Trujillo. Asimismo, en 2006 inauguró el Museo de Arte Moderno de Trujillo y fue condecorado con la Orden del Sol en el grado de Gran Oficial. Al año siguiente, recibió la Medalla de la Ciudad de Lima. Finalmente, en 2009 le fue otorgada la Medalla de Honor del Congreso de la República y fue nombrado Caballero de las Artes y las Letras por el Gobierno de Francia.
Uno siente que podría dialogar muchas horas seguidas con Chávez -es un ameno y gran conversador-, aprendiendo mucho de sus ideas y experiencias. Sobre ellas trata la siguiente entrevista al maestro trujillano, realizada en 2012. Aquí explica diversos conceptos artísticos, revela parte de su intensa y viajera biografía, detalla sus distintas etapas artísticas -probando constantemente nuevas técnicas-, y comenta acerca de otros grandes artistas peruanos -como su hermano Ángel y Tilsa Tsuchiya-. Siempre de buen humor, gentil y lleno de vitalidad -hay que ver la velocidad asombrosa con la que camina de un lado a otro en su hogar de San Isidro-, Chávez da la impresión de tener quince años menos de los que dice su partida de nacimiento. En realidad, posee un espíritu profundamente joven, que nunca deja de soñar con crear nuevos cuadros y esculturas. Siempre en búsqueda de caminos artísticos sin explorar.
Para mí, es un honor estar aquí, en su casa. Muchas gracias por dejarme entrar a su hábitat. Es una maravilla ver tanto arte alrededor. Donde uno voltea, hay arte. ¡Qué maravilla!
La belleza que uno necesita para acompañarse. Nosotros, como artistas, creo que somos muy engreilones. Nos encanta engreírnos con un entorno bello.
El artista, además, necesita estimularse mucho constantemente.
Sí.
Autoestimularse.
Sí. Eso es importante. Es una especie de combustible estimularse, recordar las cosas que uno ha visto y piensa que son útiles para hacer sus personajes o simplemente estar en ese mundo de la fantasía que uno desea tanto.
Y, además, usted traerá -como el caballo (enorme y de madera de su sala) que tenemos acá-…
(Sonríe) Sí.
…arte de otros países. Estimulación de otra cultura.
Es como estar en el mundo. A veces, estoy en la India, a veces, estoy en la Isla de Pascua. Otras veces, en Oceanía.
Se ha traído el mundo a su casa.
Sí. Porque me siento en el mundo, verdaderamente. Para mí, sin yo ser nacionalista o regionalista, el mundo en que uno nace es nuestro. También el mundo que uno se construye. Eso es importante: el mundo que uno se construye. Tan pequeño es el mundo. Y nosotros como artistas tenemos esa especie de engreimiento: queremos tocar las cosas bellas y nos rodeamos de cosas, a veces, que son fantásticas, a veces, con una cierta hermosura. A veces, no son nada, pero están ahí, ja, ja…
Recuerdo que Fernando Botero decía que la belleza podía ser peligrosa para el arte, al momento de crearla, sobre todo.
No creo. La verdad que no. Al contrario. Veo que la belleza es algo que va a salvar al hombre.
Botero lo decía porque a él no le interesaba pintar cosas hermosas sino, más bien, él prefería a la Mona Lisa, que no era una mujer hermosa, pero era una gran obra de arte. Entonces, él decía que las grandes obras de arte, generalmente, no estaban basadas en mujeres bellas sino al contrario.
Es una opinión de él. Muy particular, muy interesante. Pero no. Yo creo que el artista tiene una especie de ojo, de magia, de encontrarse con las cosas bellas. Y uno no puede desasociarse de la belleza, lo que uno siente. La Mona Lisa, claro, es bella. Y si tuviera un diente picado, como diría Salvador Dalí, de repente, mucho más bella. Los monstruos son bellos. En fin, yo no le reprocho nada a la belleza. Ahí está. Lo que reprocho, sí, es a lo bonito. Lo bonito es diferente. Lo bonito es una especie de belleza solamente externa, una especie de vestido de lo que sería la belleza. “Bonito” es como un retrato bien pintadito, bien parecido. Pero la belleza es aquella cosa que tiene magia.
Porque ahora, en el arte actual, hay muchas cosas bonitas, en el sentido de que son casi la belleza pasteurizada,…
Así es.
…la belleza estandarizada.
Claro. Como dirían los italianos: piacevole, que va a gustar. Hay mucho de eso. Yo percibo la belleza y la persigo. Además, porque por donde vaya quiero encontrarla.
Sus cuadros, más que basarse en una belleza típica, (se basan en) una belleza de otro mundo. Son figuras muy estilizadas, fantasmagóricas -no todas-. Algunos cuadros suyos son de ese tipo y uno siente que hay algo desconocido que quisiera conocer, (a donde usted) quisiera entrar. Es un mundo muy propio el de Gerardo Chávez, en sus cuadros.
Yo podría decirte que, en realidad, es un mundo que ha resultado híbrido, porque está lleno de cosas, injertado con seres humanos, plantas, animales. Y eso te da la ocasión de encontrar una forma nueva. Otra forma, por decirlo así. Una forma singular. Porque detrás del biombo, detrás de la puerta, hay otras cosas que son extraordinarias. Y la magia que tiene justamente el arte real-fantasmagórico, es arte. Un híbrido que resulta más interesante porque son formas venidas de fuera, de lo extraño. Esas cosas que resultan ser inquietantes.
¿Usted las sueña antes de pintarlas?
No las sueño. Yo las percibo, las veo, las siento. ¿Qué cosa es esto? Es un mazo, por ejemplo (lo ha tomado del centro de la mesa de su sala, donde conversamos). Pero este mazo parece que fuese un personaje. Yo lo veo como personaje. Entonces, lo acaricio, lo siento, lo hago entrar en mí. A veces, se asocia eso y ya resulta otra cosa -para decirte que no las sueño-. Más bien, son seres que me quitan el sueño. Pienso en ellos: en los árboles eróticos, las frutas eróticas, los animales tiernos y todas esas cosas que me hacen viajar por una especie de (mundo) irreal muy interesante.
Inclusive, yo pensaba si, de repente, este estilo que hay en muchos de sus cuadros tendría que ver con el hecho de que usted, en 1970, vio las cuevas de Altamira. Sentía algún parecido allí, de fondo. Decía: “Siento que el señor Chávez, cuando hace muchos de sus cuadros, se acuerda de las cuevas de Altamira”.
Claro. He viajado por esos sitios que me han dado ideas de cómo enfrentarme, por ejemplo, a las formas en su superficie. Y he buscado, a veces, superficies arrugadas, accidentadas, para poder ver -en esas superficies- imágenes. Venían de no sé dónde. Y a fuerza de insistir, recordar, seguir por las vetas, las arrugas, las manchas, me encontraba yo con seres así, extraños. Altamira, por ejemplo, cuando tú ves un poco los bisontes, las escenas de cacería, son vetas en la piedra. Estos personajes han descubierto y han seguido la veta, y han salido unos animales extraordinarios.
Estos hombres largos que hay…
Estos hombres largos, también. Estilizados. La belleza va viviendo momentos, etapas. Se encuentra que, en realidad, es vida lo que ellos trasmiten en sus formas. Ellos, los primitivos, quisieron dar noticia de las formas que veían o contar de los animales que tenían o sus vivencias, simplemente. Como un mensaje, un periódico, un diario, diría yo. Y eso se transformó, a través del tiempo, en belleza. Porque entregaba algo todo eso. Es muy misterioso, mágico. Cómo uno va entrando a esa forma simple de caracterización, pero, al mismo tiempo, la siente inconsciente. Sale de adentro.
¿Todavía se siente, como lo calificaban en Europa hace años, “El Bosco latinoamericano”?
No. Además que yo no tuve nada que ver nunca, directamente, con el mundo de El Bosco. Creo que una vez me citaron ahí, en una exposición que hice, que era “El Bosco contemporáneo”. Contrariamente a lo que se ha dicho aquí en el Perú, que tengo la influencia de El Bosco, allá me dijeron que yo era un Bosco nuevo, moderno, contemporáneo. Era una manera fina de decir que yo, más o menos, trabajaba ese mundo hechicero en que tanto El Bosco como (Pieter) Brueghel habían entrado o les fascinaba. Pero no. Yo, en realidad, más afinidad tenía con los Mochica que con El Bosco. Es muy curioso. Ahí la misma técnica me ofrecía una pintura flamenca, unas veladuras que tenían que hacer mucho con ello, efectivamente. Pero, a medida que vine cambiando mis técnicas, los momentos fueron ya otros: los mismos personajes con una técnica diferente. Ya no tenía por qué ser El Bosco ni nada. Creo que era una asociación, más que todo, de la técnica misma.
Porque cuando uno ve los cuadros suyos, los de Wilfredo Lam y los de Roberto Matta, uno siente que en una época estaban muy cerca en el estilo.
Eso sí. Ahí tenemos más acercamiento. Lam toca las artes africanas, por su mismo derecho de ser chino-mulato. El escogió, por ejemplo, esa forma que parece de Lam, pero es africana. Lam parte por ahí.
Con los cachos esos de Lam.
Con sus cachos, todo, exactamente. Nosotros no inventamos nada. Lo que pasa es que nos parecemos, como todo el mundo se parece: tiene ojos, nariz, boca, pelo. Unos son calvos, pero todos usamos camisas, pantalones. Nos vestimos casi igual. Y la influencia del entorno hace que nosotros podamos, a veces, acercarnos a lo que se llama una influencia, pero es nuestro mundo.
Además, los grandes son los que usan de la mejor manera esta (herencia) artística que viene de una tradición, ya sea latinoamericana o europea. Eso es lo que hace a los grandes artistas.
Sí.
Como usted, Wilfredo Lam y Roberto Matta.
Claro. Pero yo creo que la cosa va más allá, porque nuestras raíces son una cosa y el entorno es otra. Y la visión hacia el mundo exterior es otra. Conocer el mundo externo para poderlo hacer interno, hacerlo de uno, donde las regiones y fronteras se pierden. Y para nosotros no deberían existir, porque igual es pintar un chanchito peruano que un chanchito de Francia. Será siempre un chancho. Pero no vamos a hacer un arte local, vamos a hacer que ese arte sea del mundo. Y que el mundo venga al lugar donde se hizo el chanchito mejor, ja, ja, ja…
¿Usted siente que todavía se es muy localista en el arte peruano?
Hay muchas tendencias. El joven pintor está alucinado por las formas y códigos pre-incas y la belleza que nos han dejado nuestros ancestros con sus tejidos. Es una cosa extraordinaria. Es difícil escapar de eso cuando uno trata de tocar el arte. Pero hay que ser conscientes que eso lo hicieron ellos y que a nosotros nos toca otra manera.
Somos otra época.
Otra época y otra manera de hablar de nuestros pájaros, de nuestros danzarines, de nuestros cóndores. Todo lo que vemos nos toca estilizarlo a nuestra manera.
¿De qué no ha hablado la pintura de Gerardo Chávez a través de tantas décadas de trayectoria?
Eso es lo que yo me digo. Yo creo que no he comenzado a hablar, sin pecar de modestia. Lo que pasa es que uno descubre todas las mañanas una cosa nueva -entre comillas, porque nada es nuevo-. Hay que saber simplemente ver, elegir y hacer de eso algo que tú das, que tú entregas. Es como una especie de reciclaje de todo ese mundo que tú eres.
Toda esta fuerza interior artística, ¿le viene de algún familiar, de algún momento en su vida? ¿De dónde le viene, exactamente? Si lo pudiera especificar.
No sabría decírtelo, pero sé que mis inquietudes fueron desde muy temprana edad, de querer ser un artista. Había enredado tanto esta palabra “artista”, que creía que ser artista era ser un hombre de circo, un acróbata o un payaso. La cosa era que yo quería ser artista. No sé si porque implicaba cierta libertad. Hasta que descubrí por ahí -o me descubrieron- que yo era (artista) y que dibujaba muy bien y que iba a ser un gran escultor. Esto me lo insinuó una señora. Me palmeó la espalda y me dijo: “Ay, hijito, tú serás un gran escultor”. Yo, verdaderamente, no conocía la palabra “escultor” entonces.
¿Cuántos años tenía en ese momento?
Tenía ocho años, creo. Me fui a rebuscar la palabra “escultor”, me encontré con un señor Miguel Angel Buonarroti y así descubrí el mundo de los artistas. Fue fascinante. Comencé a dibujar todos los héroes y los conquistadores. Estos hombres barbudos y cosas de esas.
Empezó, más que nada, con un arte de retratos históricos.
Sí. Porque eran fotos que aparecían en los libros de colegio y era lo más cercano, lo más realista y por ahí fuimos aprendiendo a ver. Pero para mí fue fácil porque, paralelamente, tenía yo mi hermano que era pintor (Ángel, 1928-1995). No hay que olvidar eso.
Un gran pintor.
Sí. Entonces, no es que yo descubrí la pólvora ni mucho menos. Sabía que quería ser artista y en su momento descubrí que mi hermano era ya un gran artista, conocido en el ambiente limeño, y yo quise ser como él. A pesar que él me dijo: “No. Yo te voy a apoyar para que seas arquitecto”. Los tiempos eran difíciles, costaba mucho estudiar. Entonces, me afinqué un poco a lo que yo ya sabía hacer, a pintar, y pude dar mis exámenes en Bellas Artes y fui exonerado. Tuve una beca que me permitió hacer mis estudios.
Usted comentó alguna vez que antes, para poder hacer su arte, tenía que “recursearse” pintando casas de verano.
Sí.
No había un ambiente propicio para ser artista.
¡Ah, no! ¡Qué cosa no he hecho yo! Ja, ja, ja… La pintura la comencé a conocer mucho pintando en una empresa que me hacía pintar las ventanas. Había que ganarse un poquito su dinero.
Le daba cierta fortaleza, también, para aguantar cosas.
Yo creo que sí. En realidad, yo no le tengo miedo ni temor a nada. Y la pintura, desde sus olores -que aprendí justamente con mi hermano, que me enseñó tan clásicamente a sentir lo que era la pintura al óleo, su molido, su pigmento-... Yo creo que eso es lo que me ha llevado un poco a ser tenaz en mi profesión y querer seguir.
¿Usted siente que su hermano, un grandísimo pintor,…
Sí.
…podría tener más reconocimiento público? ¿Qué ha faltado ahí, de repente: a la crítica o a la prensa darle un poco más de espacio a su hermano -talento enorme-?
Por supuesto. La verdad que Ángel es uno de los grandes olvidados. Y es una pena, porque un país como el nuestro no puede ser ingrato a un tipo que dio tanto. Ya Ángel en los años del 55 al 60 -una época muy interesante- tocaba una pintura que tenía que ver, a veces, con la influencia mexicana. Nosotros estábamos en lo que se llamaba el indigenismo, y esto era una especie de post-indigenismo. Era uno de los del grupo que trabajaba esa pintura para encontrar otros caminos en la pintura en el Perú. Él establece, para mí, un puente muy importante entre el post-indigenismo y la pintura contemporánea.
Quería conversar, también, sobre otro punto de su biografía: cuando usted va a Europa, se va con otra enorme pintora, que es Tilsa Tsuchiya.
Sí.
¿Cómo fueron estos primeros días de ustedes en Europa -y con Alfredo Bazurco, también-?
Fue muy lindo, porque nos acompañamos. Nosotros éramos estudiantes, de lo mejor que tenía Bellas Artes en ese momento. Y yo me plegué un poquito a ellos, me cubrí con ellos por su edad. Era uno de los cuatro que estábamos ahí. Había otro chico escultor al que no se le menciona mucho porque, en realidad, como que se desvaneció por las Europas.
Desapareció.
Claro. Pero en el caso de Tilsa y Bazurco, que fueron una pareja y que se amaban mucho, caminamos juntos en el barco hasta llegar a Nápoles. Y de Nápoles a Roma, de Roma a París, pasando por Florencia -que fue donde yo me quedé-. Gente con mucho talento, decididos a ser y a crecer verdaderamente, y a dar un nombre al Perú.
Esta es una apreciación personal: ¿podrá haber otra Tilsa, en algún momento? Porque es una artista irrepetible, de un talento increíble.
Yo creo que sí. ¿Por qué nos vamos a limitar a un artista cuando este país está lleno de artistas? Lo que pasa es que se mueven demasiado en códigos muy usados. Les faltaría, tal vez, ver el Perú desde afuera, para encontrarse con los códigos que son, más bien, universales, no solamente de Perú. Y, entonces, poder hacer su pintura. Hay muchos talentos. Veo las exposiciones. Uno dice: “Caramba, qué bien esto, lo otro”.
¿Hay algunos artistas jóvenes que le interesen o, de repente, le interesan los que ya tienen trayectoria?
Lo que yo percibo es una masa de artistas cada vez (mayor) en universidades. Cada vez hay más artistas que prometen, que está ahí latente la calidad de ellos. Veo un grupo de trujillanos -que son los que más yo veo- con grandes intenciones de ser, de mejorar cada vez más.
¿Se parecen o no al estilo de Gerardo Chávez?
No creo. Pero son todavía jóvenes, en el sentido que elaboran mucho su color, están como que en la cocina de la cosa apasionante que es (la pintura), mientras que Chávez está garabateando ya, ahora. Está haciendo cosas: encontrar lo que se llama “lo inconcluso”.
¿Pero usted es consciente de la enorme influencia que tiene, no solo en Trujillo, sino en todo el norte del país?
Posiblemente. Pero yo no lo veo así. Veo que hace parte de un movimiento, así como yo he tenido fuentes muy cercanas con Lam, Matta, Tamayo, todos estos grandes artistas latinoamericanos que han visto sus raíces bien. Por lo menos, las tienen con ellos. Pero, claro, uno es hijo siempre de alguien, entonces, esa especie de influencia no es una influencia. Es, simplemente, un parecido. Como decía hace un rato: todos usamos camisas, pantalones, seguimos una moda. El hombre se va contagiando, igualmente, y las obras se van contagiando. Habría que, de algún modo, tener esa especie de otro sentido para sentir la diferencia de una obra a la otra, de la belleza a la otra belleza, y reconocer los valores que tiene cada obra distinta.
¿Usted tiene un cuadro preferido, señor Chávez?
Difícilmente. Es una pregunta a la cual uno cae siempre.
Suyo. Que usted ha hecho.
Sí. Por aquí tengo un cuadro muy pequeño, mío: muchas veces me lo han querido comprar y no (lo he vendido). Pero preferido… No sé. Son como nuestros hijos. Es que uno no puede decir: “Este es mi preferido”.
Claro. Usted tiene cuatro hijos, además. No puede decir (que uno es) su preferido.
No lo puedo decir.
Rompería la armonía familiar.
Sí. Ahora, por ejemplo, hay un cuadro que ya viene durando, más o menos, diecisiete años en mi historia -porque lo hice el 95-, que es La procesión de la papa. Se ha transformado en una obra emblemática. Comienzo a comprenderla. La hice con mucha emoción, mucho delirio, pero ahora la estoy sintiendo mejor, mucho más entregada, una obra mucho más pura. Que era, tal vez, lo que yo quería hacer, pero en ese momento no me daba cuenta.
Usted, a la hora de pintar, ¿es como algunos pintores que se encierran y no quieren saber nada de nadie durante una semana, dos, tres, un mes o, más bien, tiene una metodología más calmada: entra a su taller, pinta un rato, unas horas y se va? Al día siguiente, (pinta) otras horas.
Me encanta pintar y trabajar solo, es cierto. Pero, a veces, no se puede, porque hay amigos que vienen, hay visitas.
La familia.
Sí. Muy difícil encontrar un lugar. Además, me encanta la gente, me encanta conversar y, si por ahí hay un buen fluir, encantado de la vida, porque no todos tienen la misma aura ni el mismo fluir. Unos nos dejan cosas muy extraordinarias, a veces.
A veces, uno no hace empatía con la otra persona por más que lo intenta.
Así es. Me encanta mucho la gente, las relaciones, ya que soy, ahora, poco (dado) a salir. Salgo muy poco. Antes salía más, iba a visitar exposiciones. Pero la cosa social me da codazos y no sé, pues. En una reunión de estas no te puedes decir absolutamente nada con el otro. Es muy efímero, muy rápido.
Los cócteles.
Sí. “¿Cómo estás? ¿Cómo vas?”. Es una especie de figuración social muy rápida.
Para la foto, como dicen. Para salir en ciertas revistas.
Seguramente. Hay mucho de eso. Yo no puedo ir a exposiciones sin que me fotografíen a cada rato. “¡Maestro!” (le solicitan): yo no les puedo decir no, porque…
Si no queda mal.
…los comprendo, los entiendo. Pero hay exposiciones que no veo por estar en las fotos. Debe gustarme, también, mucho a mí, ja, ja, ja…
Ja, ja… Es cierto. Yo quería, también, preguntarle acerca de estos premios que usted consigue en Europa: el Nichido, en París, y el reconocimiento en Bruselas. ¿Cuánto aportaron para el desarrollo de su carrera o siente que eran consecuencia de todo el trabajo que usted realizó?
¡Claro! Eso. Son consecuencias, elogios, que tocan el ego del artista. Honestamente, tengo que decirle que ni la Orden del Sol, ni la del Congreso ni nada me ha hecho más feliz que saber que yo soy pintor. Ese es mi más grande premio. Yo creo que eso es absoluto. Lo otro son medallas, sabe Dios qué. De alguna manera, es una recompensa al trabajo, al esfuerzo que ha hecho uno, y es interesante. Pero no es definitivo en uno. En todo caso, mi más grande premio es haber sido pintor.
Pero tampoco se podría negar que le ha abierto mercado el hecho de tener un premio acá, otro premio allá.
Sí.
También le genera posibles nuevos compradores estar en otros países exponiendo.
Eso da una especie de acierto con los coleccionistas, que son los que invierten. Pero, en realidad, creo más en lo que yo venía haciendo. Yo he tratado siempre de hacer calidad, de llegar al máximo. Es la calidad la que me ha llevado a ser conocido. Es la calidad de las cosas, no son las relaciones, no son los premios, no esos estímulos que son interesantes, nos tocan el ego, pero son de una gran insatisfacción, porque ¿después qué? Hay que hacer lo mejor posible, con gran intensidad, con amor. Hay que hacer y entregarnos a fondo. Entonces, ahí aparecen los que sienten nuestra obra. Porque hay gente que siente nuestra obra y son grandes coleccionistas. Pero no porque inviertan solamente dinero. Para concluir: yo siempre he dicho que trabajo para la pintura, yo no vivo de la pintura. Mi primer anhelo fue querer ser un gran pintor. Y si soy conocido, mejor. Pero no es que yo haya querido servirme de la pintura. No.
Además que usted tuvo grandes maestros: Carlos Quíspez Asín, Ricardo Grau, Sabino Springett y Juan Manuel Ugarte.
Sí, hemos tenido suerte. Un lujo haber tenido esos maestros que, en cierto modo, se sacrificaron, porque fueron pioneros. Cuando uno crece un poquito sabe el desgaste que pasa cuando uno emplea su tiempo en enseñar. Enseñar es un poco como pintar un cuadro, si uno es transparente, sincero, como era esta gente. Todos estos han sido profesores extraordinarios que han dejado su vida para ser artistas. Se olvidaron de su pintura ellos y vivieron a través de los artistas que formaban. Tan es así que en la Escuela de Bellas Artes, a veces, habían caras de profesores muy serias entre ellos porque decían: “Me ha robado ese alumno… Ese es mi alumno… Ese es mío”.
Posesivos eran.
Los peleaban como una obra de ellos, pero era interesante. Ahí hubo, también, un gran desgaste de parte de ellos. Hay que decirlo: no siempre tenemos el tiempo de salir de la escuela a pintar. La energía no es la misma. Los días van pasando, el tiempo pasa y nos sorprende la señora muerte. Se acabó.
Fernando de Szyszlo decía que el hecho de no encontrar el cuadro que él quería, “el cuadro”, era lo que lo mantenía vivo. ¿A usted le pasa igual, también?
No. Yo estoy pensando en cómo hacer un cuadro que se quede inconcluso, pero sabiamente inconcluso. Quiero decir, cuando uno piensa a los esclavos de Miguel Ángel, que aparecen con un rostro bien hecho, un brazo bien hecho, y el gran molde de mármol: es una obra inconclusa, pero de todos los tiempos. Va más allá de lo que quiso decir, tal vez, Miguel Ángel. Son geniales esos momentos en que la obra no se termina. Yo no buscaría el cuadro que no hice. De repente, ya hicimos el cuadro cuando teníamos diez años o veinte. Que aparece así, como una magia.
¿Siente que ya hizo ese cuadro?
No. Porque no es mi problema.
No es su objetivo, tampoco.
Tampoco. Yo creo que es hacer con la intención más grande, el amor más rico y la devoción más delirante que pueda, cuando trabajo mis cosas. Quien va a complementar el terminado del cuadro es el público. Porque es ahí donde se establece una comunicación con el artista. Por ejemplo, La procesión de la papa es un cuadro que está resultando emblemático, muy a pesar mío. En el sentido de que yo no lo vi así. Quise hablar de una procesión, de una cosa alucinante, para rendir a la tierra un homenaje, y pensé en la papa. Y está resultando un cuadro que lo ama todo el mundo.
Además, cada persona ve un cuadro distinto.
Así es.
Habrá muchas procesiones de la papa.
¿Cómo pensar en el cuadro que yo no he hecho? Seguramente no lo he hecho. La verdad, no me intriga eso. Lo que me intriga, más bien, es saber dejar la obra que estoy pintando. Los inconclusos me dan mucha más fuerza de hacer otro cuadro.
Usted es consciente, entonces, de esos límites que tiene como artista y los asume. Sí, claro. Porque hay muchos artistas que no los han asumido a lo largo de la Historia y, al final, han dicho lo mismo: “No encuentro el cuadro que quiero y moriré intentándolo”.
Podría ser. Uno ya tiene su cuadro dentro. Su cuadro es el mundo que tiene uno dentro. Lo que pasa es que hay que sacarlo o de un porrazo o poco a poco. Solo un genio parece que lo saca violentamente. En mi caso, me ha tocado ir programando poco a poco, hasta llegar a saborear lo máximo de la vida que tienen las formas, los colores. Que tiene lo que yo veo, lo que yo percibo.
Hace un momento mencionaba la relación con la tierra. Justamente, en los últimos años, usted se ha dedicado a trabajar con la tierra,…
Claro.
…con la arcilla. ¿Cómo va progresando esa relación?
Siempre he tratado de servirme de técnicas diferentes, porque las técnicas, curiosamente, te van dando nuevas imágenes, también. O si no una manera nueva de solucionar tus imágenes. Recuerdo que cuando pintaba al óleo, llegó un momento en que yo saturaba la tela de personajes. Toda una mancha de colores. Cada mancha la veía como un personaje. Ya me saturaba. Después dije: “Voy a hacer la técnica del pastel. Voy a tratar de hablar solamente de un personaje y, después, los otros los voy a poner atrás, como si fuesen personajes del teatro”. Y así fui viendo. El pastel era una técnica que no me permitía borrar, por ejemplo. Me limitaba y me prohibía otras cosas. En eso trabajé, más o menos, diez años. Me harté de eso porque era demasiado suave, demasiado bonito. Entonces, pasé a querer encontrar el contraste, el blanco y el negro, pero un blanco y negro elaborado, al óleo. Cada personaje tenía su luz propia. Eso, también, iba alternando en mi manera de desarrollar mi mundo: la luz y la sombra, una cosa de contrastes. Pero todo eso se venía cargando. Definitivamente, soy un hombre barroco, como usted ve aquí, en mi casa.
Y ecléctico, también.
También. Sí. Y, entonces, (ese barroquismo) me llevó a cuestionarme. Yo decía: “¿Por qué tantos personajes? ¿Por qué ese mundo que está hirviendo?”.
Atiborrado.
Así es. Pero es el mundo que vemos: esa masa de gente, esa masa de autos, esa masa interminable de cosas. Un mundo que yo percibo todos los días. Está en mí. Y después, ¿qué pasa? Busqué una técnica mucho más primitiva, porque el primitivismo siempre estuvo conmigo. Traté de comprender la simplicidad con que ellos (los primitivos) describían sus personajes, y era fascinante. Hasta que un buen día apareció, gracias a un cuadro que hice por ahí, que yo llamaba El otro ekeko (1991), inspirado en el ekekito, personaje mitológico.
Andino.
Que es aymara, en el fondo, pero yo lo había visto mucho en el aeropuerto, con su cigarrillo y todo lo demás. Este se transformó en un elemento extraordinario cuando yo lo hago gigante, lo hago crecer como un muñeco enorme. Y ahí le pongo, de acuerdo a lo que él era y llevaba con él, esa especie de generosidad de formas, de semillas, instrumentos, que repartía este personaje ekeko. Y me gustó la técnica del barro. Dije: “¡Pero qué rico! ¡Esto es maravilloso!”. Esto me hace recordar a mi niñez, también, porque en las casas, a veces, hacían divisiones de los cuartos con crudos y periódicos y barro. Entonces, como que retoqué un poco mi niñez y sentí que había algo que comunicar. Paralelamente, nació la historia de los carruseles, porque los caballos fueron algo que me fascinó siempre, pero el caballo que era retocado, que era hecho o inventado por el hombre: el caballo de madera, el caballo de juguete. Este caballo más lúdico que el verdadero caballo. Es un animal que yo adoro, pero estoy fascinado más por el caballo que ha sido tocado por el hombre, que ha sido transformado. Ahí estoy, entre esas dos cosas. Entre lo lúdico del carrusel y esta cosa tan fuerte que es la tierra, el barro -que es lo último que vengo haciendo-. Que me da un soporte sobre costales cocidos, recocidos, que permiten tener una textura bastante rudimentaria, primitiva, fuerte, y, además, que se sostiene en cualquier salón burgués...
O popular.
…o popular, efectivamente. Y es interesante saber que el soporte es una cosa y lo que tú estás diciendo es otra cosa. Pero gracias al soporte es que tú integras ese mundo mágico que uno, a veces, tiene. En este caso, me toca ser partícipe, alucinarme con estas cosas.
En esa explicación tan detallada y clara que me acaba de dar sobre sus etapas artísticas, quizá está la explicación de fondo del por qué se mantiene tan vital a su edad: porque siempre ha estado buscando un lado nuevo en el arte.
Así es.
Hay otros artistas que a los cincuenta años ya se les acabó la búsqueda. Usted sigue en la búsqueda.
Sí, pero yo creo que es una pena. Es que no todos tenemos el mismo delirio. No todos tenemos esa locura dentro. Lo que uno ha pasado son historias diferentes que cada uno cuenta (a su manera). Me ha tocado a mí ese mundo de locura, ese mundo visionario, ese mundo que yo no sé dónde voy.
¿El arte ha sido una parte más de su vida o ha sacrificado muchas cosas por el arte?
Yo no me acuerdo haber sacrificado muchas cosas. Ha habido momentos. Sobre todo cuando me fui con mucha ilusión y mucho rencor de mi país, porque tenía que hacerme de una fortaleza, de…
Anticuerpos.
De anticuerpos, para no tener pena por mi país. “Nunca más voy a regresar”, me decía. Tal vez, esa es la única parte, el único momento que yo dejé algo por la pintura: mi país, mi familia, mi novia. Todo eso fue quedando atrás. Pero era un momento de juventud muy propicio, también, para decidir irse, volar. Bastante temerario. Yo tenía 22 a 23 años, estaba joven, pero con ganas de hacer pintura, de conocer un poco más la pintura en el mundo y poder integrarme a ese movimiento de pintura donde estaban los que creían en lo que hacían.
Usted quería ver, además, esos ambientes que eran la Francia de los 60 e Italia en los 70, tan bullentes en temas artísticos e intelectuales.
Es cierto.
Y eso, también, debe haber sido determinante para empujarlo a decir: “Este es mi lugar, este es mi ambiente”.
Europa, para mí, fue muy importante, como para muchos que estudiamos en Bellas Artes y llegamos a conocer un poco el Renacimiento como movimiento. Efectivamente, el Renacimiento italiano fue una de las cosas que más me impregnó: Rafael, Leonardo. Desde el Giotto, Piero della Francesca, los frescos y todo, que eran maravillosos. Y la arquitectura misma. Yo tuve la suerte de afincarme en…
Florencia.
…Florencia, los primeros años. El primer año y después un año más en Roma. Y de poder estar en Italia, con los grandes maestros italianos ahí, que nos aportaban en un momento tan difícil. Porque la mayor parte de obras estaba en restauración después de la guerra. Ya habían pasado, en los años sesenta, como quince años después de la guerra, y (Europa) estaba rehaciéndose. Turísticamente, inclusive: toda la arquitectura, los restauros. Uno venía viendo eso y era muy rico, muy interesante. Lo que era fabuloso es que uno vivía en lugares que, si bien es cierto eran difíciles, nos enseñaban siempre algo. Si había momentos difíciles, había una bella iglesia al costado o un buen concierto o un buen museo. Había permanentemente una alimentación de lo que era la escuela europea de pintura.
Claro. Allá uno decía: “No la pasaré tan bien, de repente, en algún momento, pero me voy al museo, a ver tal concierto y como que está compensado todo”.
Así es. Una manera…
¡Qué felicidad!
…muy extraordinaria de sentir las cosas. Y lo que era, también, muy interesante, era que la gente tenía un cierto respeto por los artistas. Los artistas eran alguien al que no se le debería tocar. Inclusive, nos daban permiso de séjour.
¿Qué es séjour, perdón?
Séjour era el permiso de residencia. Sin contemplar muchas cosas. A veces, uno no tenía dinero, pero si era artista, se hacían los que no veían. Acogían a los artistas.
Te daba estatus.
Te daba estatus, sí.
¿Usted tiene casa en alguna parte de Europa?
No, lastimosamente. Tuve una casa, la vendí en una de mis separaciones, pero tengo sí mi taller.
¿En qué país?
En Francia, decididamente. Donde yo vivo, hasta ahora, es París. En Italia he vivido los primeros años. Fue formidable, felizmente. Porque si me iba primero a Francia no hubiera regresado a ver Italia.
¿Por qué no hubiera regresado?
Porque me pasó con París eso: lo descubrí, fui por una semana y me quedé. Hasta ahora. Gran nostálgico de París. Todos los años tengo que estar en París, definitivamente. Hasta ahora tengo mi residencia francesa. No me he nacionalizado, no tengo doble nacionalidad. Yo soy peruano. Me sentía libre de elegir: a pesar que tuve hijos franceses, italianos, yo siempre fui peruano.
¿(De) sus cuatro hijos, cuántos son del extranjero?
Dos.
Los otros dos son peruanos.
Son peruanos.
¿Y alguno lleva esa energía artística?
Hay uno, el último, que es arquitecto. Intenso, un muchacho que trabaja bien. Él quiso ser arquitecto, nadie le recomendó, nadie le dijo. Lo veo trasnochar siempre, haciendo su maqueta. Ya le falta un año más. Creo que está por buen camino. Y después, el segundo, que está ahora aquí, en el Perú, tratando de quererse quedar un tiempo. Él es músico de jazz, guitarrista.
Igual, salió artista.
Sí, pues. Tienen está mentalidad de libertad. Porque el arte es extraordinario: nos da una sensación de libertad, de expresión libre, de querer volar, de querer ir a conocer el mundo. Creo que es un cierto privilegio.
Y (da) una sensación del presente que no tienen muchísimas profesiones.
Claro.
(Los artistas) sienten que el presente es mil veces más intenso que siendo ingeniero,…
Así es.
…policía. La experiencia del instante.
Sí, ha habido eso. Hay eso. Esa libertad fabulosa es lo mejor que tenemos en el entorno.
Usted, aparte de promotor cultural, porque fundó el Museo del Juguete…
Yo tenía un poco la mentalidad a ver el juguete universal. Había muñecas que se habían hecho en Alemania, en Francia, juguetes ingleses, lindos, maravillosos.
¿Tiene matrushkas, también?
También matrushkas. El museo está hecho para ver la historia del juguete. Inclusive, cosas precolombinas.
Mi pregunta iba a: como promotor cultural, fundador de este Museo del Juguete y del Museo de Arte Moderno, aparte de su carrera (como pintor y escultor) reconocida aquí, ¿qué siente que le falta a usted hacer?
(Sonríe) Falta un montón. Es increíble, pero todas las mañanas amaneces con más ganas de hacer cosas. Y sabe uno que es un día menos, pero que hay que estar ahí. Eso es formidable.
Le agradezco infinitamente la entrevista. Para mí, es un placer haberlo conocido. Muchísimas gracias por el momento y la conversación.
Nosotros estamos en un camino maravilloso, a pesar de sus dificultades. A veces, yo creo que es alucinante ese camino, porque nos permite trabajar con mucho amor y sin saber dónde vamos. Hay una brújula que es mágica, nos va guiando ella misma.
Muchas gracias, nuevamente.
De nada.
Epílogo
Cuando ya me despedía del maestro Chávez y él iba a volver a su taller -el cual tuvo la gentileza de mostrarme cuando llegué- para continuar con una pintura de grandes dimensiones en la que estaba trabajando, le pedí si, por favor, podía hacerle unas preguntas más. Él, con la amabilidad y generosidad que le caracterizan, accedió. Incluso, me sorprendió muy gratamente al obsequiarme y autografiarme el magnífico libro Gerardo Chávez (2011), de 458 maravillosas páginas -¡todos los cuadros del maestro están aquí!-, escrito con sumo cuidado por el narrador, antropólogo e historiador Luis Enrique Tord.
Quería preguntarle, finalmente, sobre los frescos de Tassili, en Argelia, que usted visitó en los 70.
Sí.
Hay cuadros suyos que me hacen acordar a algunos personajes (de Tassili), a ese hombre de la escafandra.
A veces. Salen por ahí. Cuando yo visito eso, mi memoria ha registrado una especie de memoria sentida, no es visual. Y, entonces, ¿qué pasa? Seguramente salen por ahí esos hombrecitos. De repente, son de…
Tassili.
…Tassili. De repente. Ya no sé. Lo vi, lo sentí y, a veces, lo toqué. Y me olvidé. Lo tengo en mí. Hace parte de mi piel. Es una manera muy interesante de tener una memoria de las cosas.
Una memoria silenciosa, interior.
No sabiendo de qué lugar es, pero sí es de algún sitio.
Se queda ahí.
Así es.
En cualquier momento sale.
Es ver, gustarlo, como tomar agua cuando uno tiene sed, y ya pasó. Hace parte de ti esa agua.
Que fluya.
Que fluya. Es así como yo conservo la memoria. Y eso es muy difícil. Cuando hago estos viajes, no llevo ni máquina fotográfica.
¿No?
No.
¿No se toma fotos allá?
No. Tengo por ahí una máquina fotográfica excelente, que no la uso nunca.
¿Y no siente que se pierde de algo?
No. Y qué voy a hacer, si lo vi. Me encanta ver.
Es una estrategia muy buena. Entonces, usted se obliga a memorizar, en el fondo.
Sí.
Se obliga con sus sentidos.
Una de las maneras de memorizar esas cosas es sintiéndolas. A veces, tú puedes tener la memoria, pero repites (las cosas) sin esa profundidad que tiene tu alma, tu ser.
Como una rutina.
Así es. Yo hago así todas las cosas. Y mi memoria está ahí. Estoy escribiendo un libro que va a aparecer, algún día, sobre…
Sus memorias.
Sí. Memorias de todo lo que he vivido.
Autobiográfico.
Así es.
¡Qué maravilla! Lo esperaremos con mucho gusto.
Me voy a dar un tiempito. Pero es así. Los hombres de Tassili como los moai de…
Isla de Pascua.
…Isla de Pascua o de Altamira, están en mí, como están mis grandes ancestros. Como está Mochica, como están sus tejidos.
Y el surrealismo, también, está ahí metido (en su arte).
Sí. Una especie de subconsciente está ahí. ¡Qué maravilloso! Es la parte alucinante sino no tiene sentido. ¿Vas a copiar algo, vas a re-parchar de aquí para hacer qué cosa: un collage?
Es una fusión interna.
Una fusión. Ni siquiera un collage, porque, en realidad, el collage tiene su magia. Pero esto no. Hay que sentir, hay que saber ver la verdad de (las cosas).
Muchísimas gracias, señor Chávez.
De nada, Gianmarco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario