lunes, 9 de septiembre de 2013

Hernán Rivera Letelier


“El primer compromiso del escritor es con su literatura”


Entrevista y foto por Gianmarco Farfán Cerdán



El narrador y poeta Hernán Rivera Letelier (Talca, 1950) es uno de los mejores escritores chilenos contemporáneos. Tiene una personalidad poco común, sin apego a los habituales formalismos de los escritores, a pesar de ser un destacado hombre de letras desde hace un par de décadas. Rivera Letelier puede ser muy reflexivo, espiritual y crítico, pero también divertido. Y, además, ha llevado una vida tan intensa -vendió diarios, fue predicador evangélico de niño, “mochileó” por varios países sudamericanos, estuvo en cárceles peruanas por indocumentado, trabajó como minero en el desierto de Atacama, ha visto morir gente a causa de la silicosis, autoeditó su primer poemario, ganó concursos de baile-, que no sorprendería a nadie que, en cualquier momento, la llevasen al cine.

En lo literario, su primer libro publicado fue el poemario Poemas y pomadas, en 1988. Luego, sus novelas han sido traducidas a diecinueve idiomas, adaptadas al teatro -Los trenes se van al purgatorio fue estrenada este 2013 por el elenco de Balmaceda Arte Joven y la compañía Teatro Cinema estrenará La contadora de películas en 2015-, y para 2014 se estrenará la película Mirage d’amour avec fanfare -cuyo rodaje se realizó entre abril y mayo de este año en el pueblo de Humberstone, en Tarapacá-, dirigida por el belga Hubert Toint y basada en la novela Fatamorgana de amor con banda de música.

Hernán Rivera Letelier ha obtenido -sobre 539 manuscritos inéditos- el Premio Alfaguara de Novela 2010 por El arte de la resurrección, fue nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por el Ministerio de Cultura de Francia en 2001, ganó el Premio al Mérito Literario Internacional Andrés Sabella 2012, recibió el Premio José Martín Nuez 2001 por Los trenes se van al purgatorio, y consiguió el Premio Arzobispo Juan de San Clemente 2001 por Fatamorgana de amor con banda de música.

Igualmente, su novela La Reina Isabel cantaba rancheras fue premiada por el Consejo Nacional del Libro en 1994 y, dos años después, su obra Himno del ángel parado en una pata logró la misma distinción. También ha sido tres veces finalista del Premio Altazor -años 2000, 2001 y 2003- gracias a Donde mueren los valientes, Los trenes se van al purgatorio y Santa María de las flores negras, respectivamente. Su última novela es Historia de amor con hombre bailando, la cual presentó el sábado 3 de agosto en la Sala José María Arguedas de la XVIII Feria Internacional del Libro de Lima.


Muchísimas gracias por la oportunidad que me brinda hoy, señor Rivera.
Muchas gracias a ti.

Yo quería empezar la entrevista, haciendo un recorrido rápido por su trayectoria. ¿Qué recuerda de esta época en que usted escribía: Ya ves lo que has hecho / por no haberte dado / a mis rugidos / a mis garras / a mis fauces de mamífero carnicero. / Hoy hasta mi sombra es mal mirada / porque vestido de negro / te sobrevuelo en círculos / y planeando como quien no quiere la cosa / aguardo por tu amada carroña. Que pertenece a Poemas y pomadas, esta autoedición que vendía de puerta en puerta, en bares y cafés.
Fue una edición de 300 ejemplares. Autoeditada. No me alcanzó la plata para publicar más textos. Aparecieron veinticuatro textos, veinticuatro poemas de un librito que tenía de cincuenta poemas. Yo escribí poesía durante quince años y para publicar guardé cincuenta poemas nomás. Imagínate la cantidad de poemas que escribí en quince años. Y los quemé todos. Guardé cincuenta poemas para publicar.

¿Y no se arrepiente de haberlos quemado?
No me arrepiento. Para mí, la poesía es algo muy serio. No todo lo que uno escribe está bien. Uno no siempre está inspirado por las musas, por el duende, por el ángel. A veces, son meros versos nomás. Entonces, de esos textos que guardé, publiqué parte de ellos en Poemas y pomadas, y ahora he tenido la suerte de que la FILZIC, la Feria Internacional del Libro en Antofagasta, ha hecho una segunda edición de mis poemas, en forma completa, y la hemos presentado aquí, en Lima, en la Feria del Libro. Los poemas han sido recibidos muy bien por los oyentes, por los que fueron a la feria.

Además que su región va a ser la invitada de honor del año que viene.
Tenemos el honor de venir a representar a Chile como región y provincia, y eso es un orgullo tremendo, porque estamos luchando justamente contra la descentralización -que aquí, en Perú, también es fuerte-. Allá en Chile es muy fuerte. Y esto es una reivindicación del artista de provincia, del artista que no está en la capital.

Otra de las obras que este año acaba de sacar es Historia de amor con hombre bailando. Su novela número…
Estoy en la número trece.

Que cuenta la historia de Fernando Noble, “el feo”, que era muy bueno bailando aunque no era muy atractivo físicamente. Y narra, pues, todo el tema de las fiestas, como les dicen ustedes, los malones, de los años sesenta.
Claro. Esta es una novela que transcurre en los años sesenta. Es la historia de un tipo muy feo, tan feo que le dicen “el feo”. No tenía otro apodo posible más que “el feo”. Y está basado en personajes reales que yo conocí. Está hecho de retazos de personas que conocí en las pistas de baile. Siempre en las pistas de baile había un tipo muy feo que bailaba bien y que tenía a la mejor mina a su lado siempre. Y daba una envidia tremenda. Y, también, en cierto grado es autobiográfica. Yo aprendí a bailar en los años sesenta y me gané varios concursos de baile de twist, de rock n’ roll. Entonces, el feo tiene mucho de mí, también.

Imaginaba que usted, en algún momento de la novela, estaba escuchando mucho a Chubby Checker mientras escribía el texto.
Claro, yo escribí esta novela al ritmo del twist y del rock n’ roll. Yo siempre estoy bailando, nunca he dejado de bailar. Yo, igual que “el feo”, bailaba el ballet a escondidas, solo, en su habitación (sonríe). Yo, cuando estoy escribiendo, para descansar un poco, como para estirar los pies o para inspirarme cuando no sé qué sigue en lo que estoy haciendo, me paro con la música y me pongo a bailar solo en mi sala de parto, en mi pieza donde escribo. Y el baile me sirve como relajante, como ejercicio, como inspiración. De pronto, bailando descubro lo que sigue y me siento a escribir otra vez.

Usted es un autor muy prolífico. Porque, al menos, en la última década, no ha descansado en publicar.
Es que lo único que hago en esta vida desde hace veinte años es escribir y tirar, escribir y tirar (sonríe). Entonces, tengo todo el tiempo.

Es una buena vida.
Antes tiraba y escribía. Ahora ya estoy viejo: escribo y tiro, ja, ja…

Ja, ja… Cambiaron las prioridades.
Cambiaron las prioridades, claro.

El cuerpo ya no da para tanto.
Ya no da.

A los dieciocho años usted se fue a “mochilear” -como decimos acá y en otros países- y justo en ese recorrido suyo, usted pasó por Argentina, Perú, su país y otros. ¿Qué recuerdos de su paso por nuestro país en esa época?
Por el Perú fue el paso más recordado. Incluso, lo tengo escrito en una novela que se llama Canción para caminar sobre las aguas y hablo algo de lo que me ocurrió en Perú. Yo conocí el Perú desde Tacna hasta Tumbes, pueblo por pueblo. Y conocí todas las cárceles del Perú, todos los calabozos, porque yo entré al Perú sin papeles. Entré a la mala, a escondidas.

Casi un “espalda mojada”.
Claro. Exacto. Y en Tumbes, entrando en la frontera a Ecuador, me agarró la Policía, la Interpol, y me trajo de vuelta a Chile en el sistema que le llaman “de cadena”. O le llamaban “de cadena”, no sé ahora. Que consiste en traer al preso de ciudad en ciudad, de calabozo en calabozo, hasta llegar al país. En este caso, a Chile. Entonces, yo estuve en todos los calabozos del Perú casi: en Tumbes, Piura, Chiclayo, Lima, Tacna.

Estuvo en más cárceles que Jean Genet.
Algo así, je, je, je…

Y en ese paso usted, todavía, no había decidido ser escritor. Porque usted a esa edad recién estaba pensando en ser escritor. No lo tenía decidido.
Yo había empezado a escribir poemas y no sabía que me iba a convertir en novelista. Y eran poemas básicos, poemas de un principiante que no había leído absolutamente nada.

Porque usted es autodidacta.
Soy autodidacta 100%.

¿Y cuál fue el momento en el que hizo el quiebre? Que, para muchos, es muy difícil: pasar de la poesía a la narrativa.
Se fue dado de manera espontánea, sin premeditación. Inconscientemente, incluso. Como te decía, escribí poemas durante quince años y, de pronto, mis poemas noté yo que me comenzaron a salir muy anecdóticos, con finales como de vuelta de tuerca, como de cuento breve. Y una vez hice el ejercicio, el experimento de empezar un poema y escribirlo hacia el otro lado y, en verdad, como cuento corto tenía mucho más efecto que como poema. Me entusiasmó y escribí cuentos durante dos o tres años. Una tarde que me senté a escribir un cuento, que pensaba que iba a ser mi cuento más largo, veinte páginas -hasta ese momento mis cuentos eran muy cortos, de dos líneas, media página, una página-, sobre un caso que me había contado un viejo en la mina, dije: “Acá tengo un cuento largo: veinte páginas, por lo menos”. Era todo un récord. Y resulta que llegué a la página veinte y, todavía, estaba empezando. Llegué a la página treinta y a la cuarenta. A la cuarenta y cinco, dije: “Esto no es cuento. Esto es novela”. Paré y empecé de nuevo, ya pensando en una novela. Yo, en ningún instante dije: “Ahora voy a escribir un cuento. Ahora voy a escribir una novela”. Se fue dando.

Simplemente, fluyó.
Claro. Ahora, eso de escribir poemas antes de escribir prosa: yo se lo aconsejo siempre a todos los jóvenes. Es muy bueno como ejercicio para conseguir la síntesis y el amor por la palabra, (para) encontrar la palabra justa, la palabra precisa.

Claro. Y en su caso, algunos de sus poemas son antipoemas. Se parecen mucho a los de Nicanor Parra.
Mucha influencia de Parra. Parra me enseñó que para hacer poesía no se necesitan las grandes palabras. Me enseñó que con palabras tan simples como “piedra”, “árbol”, “agua”, “viento”, se podía hacer poesía. Esa fue una enseñanza fundamental, porque yo quería escribir poemas sobre el terruño donde yo vivía, donde yo trabajaba. Escribir poemas que entendieran y que les gustaran a mis compañeros de trabajo, que no tenían ningún estudio, que no sabían nada de poesía. Escribir poemas con las palabras, con el lenguaje que ellos usaban a diario, que yo usaba a diario. Eso me lo enseñó Parra.

Y el uso, también, de la ironía.
Tú no puedes escribir irónicamente si es que no eres irónico, si es que no naciste con esa faceta. La ironía ha estado conmigo siempre. Y el sentido del humor. Soy un tipo que gusta mucho del sentido del humor.

Volviendo un poco a su biografía, me llamaba mucho la atención el hecho de que usted sea hijo de un predicador evangélico…
(Asiente con la cabeza).

Sus padres eran evangélicos. Usted predicó en la niñez, en algún momento, y luego tenga estas novelas tan llenas de…
Y luego me descarrié, ja, ja, ja...

Que son una oda, pues, a las prostitutas.
Claro.

Que son personajes respetables, pero uno encuentra una paradoja ahí, muy grande. ¿A usted, también, le llama la atención esta suerte de (contradicción)?
Sí, claro. Yo siempre fui un irreverente. Siempre, desde muy niño. Me llevaban a la iglesia, me llevaban a predicar, pero yo nunca creí en Dios a pie juntillas, como creían mis hermanos o mis padres. Yo siempre fui un descreído. Ahora digo que yo no creo en Dios, pero sé que Dios cree en mí, que me quiere mucho. Porque es muy fácil decir: “Yo creo en Dios”, pero ¿creerá Dios en uno? Si no cumples los mandamientos, si no vas a misa, si no rezas, si uno no se acuerda de él nada más que en los momentos difíciles. ¿Creerá Dios en esa persona? Porque más importante que creer en Dios es sentir que Dios cree en uno. Eso es fundamental. Ahora, en lo que no creo rotundamente -y que me vacuné desde niño- es en las religiones. Yo me vacuné contra las religiones desde niño. Y en mis novelas, lo que yo escribo, lo que busco, es tener la libertad absoluta. La primera condición del escritor, el primer compromiso del escritor es con su literatura. Después viene el otro compromiso: el religioso, el social, el político. El compromiso moral, incluso. Primero, escribir bien. Ese es el compromiso del escritor. Del artista, en general. Pintar bien, esculpir bien, musicalizar bien, escribir bien. Ese es el primer compromiso y después viene lo otro.

Y, sin embargo, usted ha hecho un libro que es absolutamente religioso -por el personaje-, que es El arte de la resurrección, donde narra las vivencias de Domingo Zárate Vega, el Cristo de Elqui. Entonces, en el fondo, usted, a su manera, le rinde un homenaje (a Dios).
Lo que yo hice ahí fue retratar o recrear un Cristo a imagen y semejanza de como a mí me hubiese gustado encontrar un Cristo en la Biblia. Yo me leí la Biblia, cuando niño, al revés y al derecho. Y en los evangelios, yo echaba de menos el sentido del humor. Yo quería un Cristo que riera. Y en ninguna parte de los evangelios Cristo ríe. Entonces, lo que yo hice en esa novela es recrear un Cristo humano, con contradicciones, errores, miedos. Incluso, que fallara en los milagros. Eso fue lo que hice. Es un libro escrito con mucho respeto, por supuesto, pero, también, con mucha irreverencia.

Me preguntaba si, de repente, el escritor -el narrador, en su caso- podría tener semejanza con este Cristo de Elqui al que le pedían de todo, por más que él decía: “Lo divino solo es de Dios”. Igual le pedían que les solucione la vida o la de otros. ¿Siente que sus lectores o la crítica le piden a usted, a Hernán Rivera Letelier, que les alegre o les mejore la vida con sus palabras, con ese don que -usted ha dicho- ha recibido en su vida?
De alguna manera, yo también soy un Cristo. En este caso, un Cristo de la pampa, un Cristo del desierto. De alguna manera, también, estoy haciendo milagros. Yo estoy haciendo el milagro de repoblar estos campamentos muertos, estos campamentos olvidados del desierto. En el desierto hubo más de 300 campamentos donde trabajaba gente. De esos más de 300 queda uno con vida. El desierto está convertido en un cementerio de pueblos muertos, de pueblos fantasmas. Yo, con mis novelas, con mi obra, estoy repoblando esos pueblos, estoy resucitando a los trabajadores que murieron, que fueron enterrados ahí, en ese desierto.

¿Usted vio morir a mucha gente ahí?
A mucha gente.

De silicosis sobre todo.
De la silicosis, que era la enfermedad de los mineros. Mi propio viejo se murió de la silicosis. Y, también, de alguna u otra manera, cuando los lectores llegan a contarme su historia, a contarme casos, estoy siendo un poco el Cristo de Elqui cuando llegaban a pedirle cosas imposibles. De repente, llegan las lectoras o los lectores a contarme su vida y que la escriba, yo les digo: “Hay dos clases de escritores: los que escriben lo que quieren y los que escriben lo que pueden. Yo soy de la segunda clase: escribo lo que puedo”. Entonces, escribo lo que me nace, lo que me sale de las tripas.

Para terminar la entrevista, yo quería comentar algunas cosas que usted había dicho sobre diversos temas. El desierto, que es el escenario -excepto en dos de sus obras- de todas sus novelas: usted había dicho que “el desierto es un purgatorio. Un purgatorio que fue conquistado, amansado y humanizado por el pampino”. ¿Es tan terrible el desierto?
Es terrible el desierto. Yo siempre imaginé que el purgatorio se parecía mucho a ese desierto (el de Atacama), si es que existía el purgatorio. Ahora, después un Papa dijo que no existía. Pero, de existir, yo creo que el desierto es el retrato de ese purgatorio. Imagínate un lugar donde no hay nada abajo. Ni siquiera una mata de mala hierba. Imagínate que no hay nada arriba. Ni siquiera una nubecita expósita. Y estas dos nadas, divididas por una raya imaginaria que llaman horizonte: eso es el desierto. Eso es el purgatorio.

Usted dice que en el desierto de Atacama había “un silencio tan potente que te zumban los oídos, algo similar al zumbido de los cables de alta tensión. Así es el silencio (…) Ahí sientes que, en realidad, eres menos que un gusano”.
Claro. Ahí, sobre en los turnos de noche, cuando se apagaban todas las luces y se apagaban las máquinas, yo veía una colina de arena y me tendía de espaldas a contemplar el firmamento. Es uno de los cielos más diáfanos del mundo, lleno de lucecitas que parpadeaban, que cruzaban, que caían. Era increíble ese espectáculo. Ahí, realmente, uno se siente menos que un gusano en el universo. Ahí uno siente la pequeñez del hombre. Ahí uno, si es que no cree en Dios, entra en duda. Por eso que es muy fácil decir: “Yo no creo en Dios”, pero, en verdad, yo pienso que si Dios existe va a creer más en mí que en el que piensa que tiene la verdad agarrada por las barbas. Porque ¿quién soy yo, pobre gusano en el universo, para decir que Dios no existe? Pero, a la vez, ¿quién soy yo para decir que existe? Entonces, ¿qué es lo que me queda? Nada más que la duda. Yo dudo de lo que creo. Yo creo en la duda.

Ahí, en el desierto, pudo encontrar ese silencio que usted dice que necesita diariamente para poder entrar en su espiritualidad.
El desierto es fundamental para encontrarse a sí mismo, para aprender a soportarse a sí mismo, para estar con uno. Hay tres paisajes en este planeta que te ayudan en eso: el mar, la cordillera y el desierto. No en vano me pasé 45 años en ese desierto. Entonces, el silencio de ese desierto va conmigo a todos lados.

¿Lo extraña?
Lo extraño. Yo necesito todos los días una dosis de silencio. Estoy absorto en mi meditación una hora, una hora y media, dos horas.

Usted ha comentado que cuando comenzó a escribir narrativa quería contar las historias de otra manera, con otro lenguaje. Y para eso se demoró cuatro años, inclusive, en publicar su primera novela. Porque “necesitaba encontrar un estilo, de manera que al pampino que no supiera nada de literatura, además del valor testimonial para él, le gustara por cómo está escrito”.
Claro. Eso es lo que yo busqué: encontrar un estilo universal. Yo estaba cantando a mi aldea, pero lo quería hacer universal. Quería que lo entendiera el pampino, mi compañero de trabajo, que no sabía nada de literatura, pero que, a la vez, lo comprendiera, le gustara y lo encontrara bueno el académico, el que sabe todo sobre este arte. Y en eso me pasé los cuatro años: buscando un lenguaje y un estilo universal. Al final, descubrí que uniendo el lenguaje culto con el lenguaje del pueblo, haciendo una mezcla de estos dos lenguajes, aparecía un lenguaje nuevo y que era muy universal. El éxito que han tenido mis novelas en el extranjero, ha sido justamente por eso: no por lo que yo cuento sino por cómo lo cuento.

En Francia sobre todo.
Mis libros han sido traducidos a diecinueve idiomas. En donde han tenido más éxito ha sido en Francia y en Italia.

Y los italianos y los franceses no se parecen (en su forma de ser) tanto a los chilenos. ¿O sí?
No se parecen en nada casi. Pero el arte no tiene banderas, el arte no tiene fronteras, el arte no tiene idiomas. Entonces, si es buen arte, va a ser reconocido en cualquier parte.

Usted pule muchísimo las frases (de sus novelas).

Yo corrijo mucho. Alguien dijo que Dios está en los pequeños detalles: yo soy un tipo que cree mucho en los pequeños detalles. Los pequeños detalles hacen la gran obra. O la gran obra está hecha de pequeños detalles. Yo me saco la cresta en un pequeño detalle. Puedo estar dos días. Sé que el común de los lectores lo va a pasar por alto, pero, de pronto, cuando yo voy por la calle y se me acerca un lector, una lectora, a conversarme y me dicen: “En tal novela, en tal párrafo, usted puso este pequeño detalle y lo gocé. Volví a releerlo”, ha valido la pena trabajarlo.

Muchísimas gracias por la entrevista y esperamos que pueda volver en otra oportunidad a nuestro país.
El próximo año, a la Feria del Libro.

Lo esperamos nuevamente, entonces.
Invitado de honor (será la región chilena de Antofagasta en la FIL LIMA 2014).

Así es. Muchas gracias.


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