domingo, 29 de mayo de 2011

Andrés Neuman






“La aspiración de la ficción es la verdad”


Entrevista y foto por Gianmarco Farfán Cerdán


Cada nuevo libro que el escritor argentino Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) publique enriquecerá la lengua en idioma español. Sea un poemario o un volumen de relatos o una novela. Al respecto, el mítico narrador chileno Roberto Bolaño había comentado en vida que “la literatura del siglo XXI les pertenecerá a Neuman y a unos pocos de sus hermanos de sangre”. Del mismo modo, el gran editor español Jorge Herralde calificó en 1999 al autor bonaerense como “niño prodigio” de la literatura. En tanto que el novelista mexicano Mario Bellatin indicó que se trata de un “maduro narrador que practica con igual maestría cuento, novela, aforismo y, sobre todo, el miniensayo”. Por su parte, el autor español Vicente Luis Mora lo describió señalando que “ha de ser una de las figuras de referencia. Dotado de la tradición argentina y española a la vez, y condenado a elaborar una obra única, una isla literaria”.

Hijo de músicos emigrados (madre de origen ítalo-español y padre de origen judío-alemán) y profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad de Granada, el talentoso Neuman ha publicado los poemarios Métodos de la noche (1998, I Premio de Poesía Joven Antonio Carvajal), Alfileres de luz (1999, en colaboración con Ramón Repiso. Premio Federico García Lorca), El jugador de billar (2000), El tobogán (2002, XVII Premio Hiperión), La canción del antílope (2003), Mística abajo (2008) y Patio de locos (2011, con la editorial peruana Estruendomudo). Igualmente, publicó la colección de haikus Gotas negras (2003) y Sonetos del extraño (2007); así como el texto de aforismos y microensayos El equilibrista (2005). Además de haber publicado los libros de relatos Pertenecí (1997), El que espera (2000), El último minuto (2001), Alumbramiento (2006) y El fin de la lectura (2011, con Estruendomudo). Asimismo, escribió las novelas Bariloche (1999, finalista del XVII Premio Herralde), La vida en las ventanas (2002, finalista del VI Premio Primavera), Una vez Argentina (2003, finalista del XXI Premio Herralde), El viajero del siglo (2009, XII Premio Alfaguara. Traducida a diez idiomas. En 2010 recibió el Premio de la Crítica de la Asociación Española de Críticos Literarios), la traducción de Viaje de invierno del poeta alemán Wilhelm Müller (2003), y el ensayo sobre turismo contemporáneo Cómo viajar sin ver (2010).

Neuman fue seleccionado por la prestigiosa revista británica Granta entre los 22 mejores narradores jóvenes en español y forma parte de la lista Bogotá 39 -los más destacados autores nacidos en Latinoamérica-. Constantemente actualiza su blog de reflexiones Microrréplicas y es columnista en la Revista Ñ del diario argentino Clarín y en el suplemento cultural del diario español ABC. Este importante y premiado autor vino a Lima en abril como uno de los principales invitados del Festival Eñe América, donde ofreció la conferencia Los aeropuertos latinoamericanos, una especulación literaria y la lectura de cuentos El fin de la lectura.

Agudo y profundo en sus conceptos sobre la vida y la literatura, Neuman manifiesta en la siguiente entrevista una gran sensibilidad, capacidad de observación y análisis. Es un escritor del que podemos esperar solamente lo mejor en el género literario que decida adentrarse para crear con originalidad.

Muchas gracias por la oportunidad.
No, por favor.

Quería empezar la entrevista leyendo esto, que de hecho usted lo va a reconocer: “¿Y si mentir no fuera vil / ni tan siquiera grave, no tuviese / fatales consecuencias, / no fuese irremediable ni sonase a pólvora; / y si mentir / no dejara marchitos los jardines / ni congelase el manantial sagrado / que riega nuestros sueños; / y si después de todo / mentir no fuera malo…
Sino solo difícil.

sino solo difícil?” (este poema se titula El gran arte). Entonces, quedaba la pregunta: ¿todo escritor se dedica al gran arte?
Depende lo que entendamos por la categoría “mentira”. Ese poema pertenece a mi primer libro, que publiqué con veinte años. Y es difícil que uno esté de acuerdo con esos veinte años en cuanto los abandona. Más bien ahora me gustaría pensar que hay una enorme diferencia estética y moral entre la mentira y la ficción. Es verdad que ambas son distintas de la verdad literal, pero creo que la mentira es una distorsión de la verdad para beneficiar el propio interés, el propio beneficio. No decir la verdad para obtener algo a cambio. Mientras que la ficción tiene como objetivo alcanzar otro tipo de verdad, más profunda, que no sea la apegada al hecho, a la anécdota que genera la escritura sino a lo que cualquier lector de ese texto pueda asentir por verdad. Un acto imaginario que pueda decirle algún tipo -aunque sea pequeñísimo- de verdad a otras personas. Entonces, la aspiración de la ficción es la verdad.

¿Y cuál es la principal verdad que encuentra Andrés Neuman en la literatura?
Pero no se trata de formular grandes verdades generales y abstractas.

Es más una búsqueda, entonces.
Se trata de para qué me sirve en este momento el texto que estoy leyendo, con qué me vincula. Depende del contexto del lector. La maravilla, precisamente, de la ficción, es que puede salir de su propio contexto y decir algo a cualquiera que lo esté leyendo. Entonces, no se trata de encontrar un gran principio general, universal, para la escritura sino su enorme capacidad de adaptación a cada pequeño caso de cada lector. Ahora bien, si tú me dices con qué tipo de temática, de algún modo, siempre estaría relacionada la ficción, me parece que una de esas temáticas o problemáticas -vamos a decirlo mejor- es la mortalidad. Me parece que la ficción nos enseña a morir. Que es una de las escuelas más difíciles e improbables que tenemos. Vivimos en una sociedad que todo el tiempo está tratando de hacernos olvidar que somos mortales. Una sociedad obsesionada con la salud, con la…

Belleza.
Sí. Con la cirugía estética y la negación del paso del tiempo. Y, sobre todo, con la tecnificación de la enfermedad. En cuanto enfermamos somos exiliados al reino hospitalario, al reino de la medicina. Como dice (el historiador francés) Philippe Ariès en Historia de la muerte en Occidente -que es un libro muy interesante-: nuestros seres queridos ya no mueren en casa. Ya no agonizamos en nuestras casas. Agonizamos en esos lugares especializados en muerte que son los hospitales.

Como un negocio ya.
No es solamente un negocio, es algo más profundo. Es un cierto estado existencial. No queremos saber que envejecemos y vamos a morir, a pesar de que lo sepamos perfectamente. No queremos reconocerlo. Es una consecuencia de la extensión de nuestra capacidad y expectativa de vida, que nos hace coquetear con la idea de no envejecer. Cuando moríamos a los cuarenta años no podíamos negar la evidencia, porque en cuanto entrábamos en edad reproductora ya habíamos consumido la mitad de nuestra vida. Ahora abandonamos la casa muy tarde, somos padres muy tarde, y cuando nos jubilamos todavía tenemos quizá, con suerte, dos, tres décadas de vida. Y eso nos genera una ficción de que la biología es más elástica de lo que es. Entonces, en ese contexto, la ficción, con la muerte de cada pequeño personaje, con el final de cada pequeña historia, nos recuerda que todo tiene un principio y un final. Eso que los clásicos llamaban ars moriendi (el arte de morir) quizás solo podamos encontrarlo ya en el arte porque ha sido expulsado fuera del discurso familiar, del discurso público. La muerte solamente es algo que le sucede a otra persona y lo vemos en las noticias.


La muerte como estímulo para el amor

Entonces, usted disfruta a través de sus novelas de esta muerte progresiva y lenta que todos vivimos.
No te diría que disfruto, lo voy afrontando con dificultad. Nadie disfruta de la muerte. Sin embargo, en el aprendizaje de la muerte puede haber una inesperada consecuencia de placer que es el hedonismo, el vitalismo, que procede precisamente de una conciencia mucho más intensa de que vamos a morir. También, si queremos, se puede amar mejor. Porque solamente quien sabe que se va a morir tiene verdaderas ganas de amar. En ese sentido, la muerte puede ser hasta un estímulo para el amor.

¿Cuál es el principal estímulo para usted: el amor o la muerte?
Lo que, precisamente, trato de expresarte es que son inseparables. Solo amamos verdaderamente a alguien cuando nos damos cuenta de que se puede morir en cualquier momento. Y, a la vez, es insoportable la idea de la muerte sin la posibilidad de amar. Así que cuando Freud habló de Tánatos y Eros, se juntó eso. Sabía muy bien lo que estaba diciendo.


Poesía polifónica de la locura

Entrando al tema poético: usted acaba de publicar Patio de Locos con Estruendomudo. Personajes que viven en un manicomio. ¿Cómo así estructuró el poemario?
La idea fue surgiendo después de la gira del Premio Alfaguara, que me dejó una sensación de hartazgo con respecto a mí mismo y mucho deseo de huir de ese personaje público que poco a poco te va generando una promoción (literaria) sostenida durante tantos meses. De pronto uno, inevitablemente, se ve obligado a tomarse demasiado en serio. Y eso es algo muy nocivo para cualquiera. Mucho más para la literatura. Entonces, cuando volví a casa tenía ganas de eso, literalmente: volverme loco. Porque la locura es un deseo excesivo de salir de sí. En eso la locura y la mística se parecen: cuando la mente de alguien es expulsada de la situación real de alguien. Pero tampoco tenía ganas de acabar yo mismo en un manicomio ni de consumir demasiados fármacos. La idea fue escribir un libro que hiciese hablar al loco que…

Que todos llevamos dentro.
Claro. Y que tenía que haber en mí. Entonces, fui ideando distintos personajes, distintos locos, cada uno con su obsesión. Uno que escribía en un idioma que nadie sabía cuál era, otro que temía muchísimo a una catástrofe que él resumía con la palabra “escarabajo”. Otro que se había roto una pierna y consideraba que lo simétrico era ir con una muleta que también estuviera rota. Otro que trataba de comer sopa con un tenedor. Cada loco con su imposible, su grado de frustración y de insatisfacción con lo real. Metiéndolos a todos en un espacio hermético, opresivo, de demencia -como era un manicomio-, fueron surgiendo los personajes. También eran dobles de mí. Porque no solo hablaban con esa capacidad trascendente de la demencia sino que era crear personajes muy ajenos a mi realidad en este patio. En el fondo, fue una catarsis para mí. Pero desde el principio fue un poemario que no surgió solo pieza a pieza sino como un proyecto muy relacionado con esa especie de burbuja espacial que era el patio de los locos. Y eso me llevó a plantearme un estilo particular. Porque la gramática en ese libro está, también, un tanto extraviada: no hay signos de puntuación, los poemas no empiezan ni terminan -por eso no tienen punto final, tampoco tienen mayúscula inicial-. Es como la idea de que cada poema es un fragmento de discurso, un pedazo de obsesión, que está pegado en la página porque proviene de algún sitio y va hacia otro. Eso me planteó una serie de problemas lingüísticos muy interesantes, también. Tratando, además, de que se entendiera eso. Una última cosa que te iba a decir sobre esto es que dentro de la locura hay tres gremios -en el libro, digo-: los locos, sus cuidadores, pero también el narrador omnisciente que, en teoría, trata de tenerlo todo controlado, manejar a sus criaturas en la situación. La voz del narrador aparece entre paréntesis en el libro y va perdiendo la razón, también. De modo que el narrador en el libro termina siendo un loco más, absorbido por la demencia de ese patio.

¿En el fondo, podría ser una metáfora de estos tiempos, también?
Todo puede ser una metáfora de estos tiempos, porque eso no lo hace el texto sino el lector. El lector necesita metaforizar su tiempo y la poesía tiene una inmensa capacidad -como te decía antes con respecto a la ficción- de adaptarse y decir a cada cual y en cada momento. Es así como Horacio sigue diciéndonos algo. No porque Horacio imaginase ni remotamente nuestro siglo sino porque sus palabras todavía, increíblemente, tienen algo que decirnos. Igual que Catulo tiene algo que decirle a los enamorados de hoy -sin que Catulo jamás se lo imaginase ni por un instante en su casa, escribiendo para sus pares romanos-.


5

se acerca el otro loco
cojeando de mentira
y le comenta que
¿sabes cuántos aviones pasaron esta tarde?
¿por dónde? especifica
sagaz el primer loco
su camarada cojo se confunde
se rasca la cabeza los testículos
tratando de encontrar
(iba a escribir respuestas el narrador lo tacha)
tratando de encontrarle la pregunta
a la pregunta
piensa
babea
y dice
¿cuántos cielos conoces?

Del poemario Patio de locos (2011) de Andrés Neuman, página 15.


Semejanzas entre música y literatura

Me interesaba también esta traducción que había hecho de un texto de Wilhelm Müller, poeta alemán. ¿Podría contarnos un poco más de qué trata?
Sí, cómo no. Fue para mí una experiencia maravillosa traducir esos lieder (canciones) por muchas razones. La menor de ellas no fue que se trataba de una música que yo escuchaba desde la infancia -mis padres eran músicos: mi madre era violinista, mi padre oboísta-…

¿Y usted toca algún instrumento?
Yo estudié violín y lo toqué pésimamente. Estudié guitarra y fui un fracaso. Soy un músico merecidamente frustrado.

Todo llevado a la literatura.
Claro. Trato de transportar el oído hacia ese otro terreno musical que es la literatura. Lo que tienen en común la literatura y…

El ritmo.
Claro. Las herramientas de la literatura son rítmicas, musicales, al menos en parte. Y la sintaxis tiene mucho de pentagrama, y el argumento tiene mucho de melodía y de temas recurrentes. Y las estructuras de las novelas también son musicales, aunque no se note.

Y los personajes de (sus) novelas también tocan algún instrumento, están relacionados a la música, como el organillero de…
En algún caso.

…El viajero del siglo.
Pero eso era lo de menos. El viajero del siglo es un caso específico, sí, que podemos mencionar luego. Este ciclo de canciones me remitió a mi infancia y tuve la suerte y la torpeza de traducirlo. Después de ese trabajo con esas canciones de Viaje de invierno fue surgiendo la idea de El viajero del siglo. El muy primer germen de la novela fue el deseo, la fantasía de inventarles una biografía imaginaria a dos de los personajes de esas canciones: el organillero y el viajero. Por eso te digo, en este caso, el organillero tenía que ser tal porque la última de las canciones de Viaje de invierno narra el encuentro entre el protagonista de las canciones y el organillero. Entre un nómada y un sedentario. Entre alguien que no sabe a dónde iba y alguien que lo único que sabe en el mundo es que debe tocar música. Y el Viaje de invierno termina ahí. La idea es que mi novela empezase en ese punto, con ese encuentro. Eso fue derivando hacia un montón de cuestiones que nada tenían que ver con (Franz) Schubert (este gran compositor austriaco elaboró un ciclo de canciones inspiradas en poemas de Müller: La bella molinera -Die schöne Müllerin- en 1823 y Viaje de invierno -Winterrreise- en 1827).

Entonces, todos sus textos, de alguna forma u otra, están interconectados. Como una especie de continuación.
Creo que sí. Los libros de un escritor terminan generando una inesperada conversación. Pero es mejor que esa conversación se dé a espaldas del autor. Uno va descubriendo esto casi sin querer y tarde. Si uno premedita demasiado ese diálogo el rompecabezas puede resultar un poco rígido. Pero, inevitablemente, los libros de un autor dialogan como pueden dialogar nuestros amigos o nuestros familiares. Fatalmente.


La edad no es un dato literario

Usted comentó alguna vez que un escritor se dividía en dos mitades: la memoria vital de cada uno y, otra, todo lo que ha escrito, tirado, corregido.
Creo que sí.

Y que no se debería juzgar a un escritor con un reloj en la mano. ¿A usted lo han juzgado mucho, de repente, cronológicamente, porque ha sido un talento prematuro?
Ahora, inevitablemente, menos. Porque tengo el defecto incurable de seguir cumpliendo años, tengo algunas canas y, entonces, la fijación con la edad se ha sosegado un tanto. Pero, sobre todo, durante mis veinte años, mis veintipico -que fue cuando empecé a publicar-, había una cierta reiteración molesta en la edad que yo tenía, como si eso fuese un dato literario. Como si la historia de la literatura no estuviera llena de casos muy diversos respecto de la edad. Está el modelo Borges, Saramago. Es decir, el caso en que el tiempo va madurando al escritor y lo va convirtiendo en quien nosotros conocimos. Hay casos opuestos, o bien de literaturas solamente juveniles, como Rimbaud, Keats (ambos poetas. Uno francés y el otro británico) o Carson McCullers -por ir a narradores-. También de narradores que han dado lo mejor de sí mismos de jóvenes. Algunas de las obras maestras de Vargas Llosa -un autor inevitable de mencionar en estos días y en Lima-, cuando mencionamos nuestras novelas favoritas de Vargas Llosa nos asombramos al comprobar que casi todas fueron escritas entre los veinte y los treinta y pico.

¿Cuál es su novela favorita de Vargas Llosa?
La casa verde, quizás. O Conversación en La Catedral. O también está el caso de Truman Capote, que publicó una hermosísima novela, su primera novela, con veintitrés años, y a los cuarenta -edad de la supuesta madurez para mucha gente y muchos escritores- ya estaba consumido y destruido por el alcohol, casi incapaz de escribir nada mejor. Entonces, cuando vemos que la edad ha hecho cosas tan distintas con los escritores, seguir empeñándonos en que la juventud o la vejez tienen algo que ver con la ficción es subestimar lo que tú mencionabas al principio: la gran capacidad que tiene la imaginación para completar nuestra experiencia vital o, como decía Wallace Stevens -poeta y aforista que admiro muchísimo-: “En un escritor…

Usted también es un aforista.
Sí. Trato… “En un escritor la experiencia es más ancha que lo real”. Lo cual se traduce en que nuestra memoria vital se nutre de algo mucho más rico y complejo que nuestros recuerdos biográficos, que es lo escuchado, lo leído, lo imaginado, lo temido, lo soñado. Todo eso conforma la conciencia biográfica de un escritor. Por tanto, cuando se dice que un escritor necesita tener experiencia de vida para escribir un libro interesante se está subestimando la influencia que lo imaginado, lo deseado, lo temido, lo leído, lo escuchado, tienen en la pequeña experiencia vital de un joven.

Aparte de la memoria genética.
Aparte de eso, que ya nos llevaría por terrenos muy inciertos que no son mi especialidad, pero sí, también. La memoria de la especie sería como otro terreno a indagar. Otro terreno a indagar sería la memoria familiar y el inconsciente arquetípico. Y, si recurriéramos a (Carl Gustav) Jung, deberíamos estar de acuerdo en que todos tenemos miles de años desde que nacemos. Mucho más a mi favor, en todo ese mar de influencias inconscientes. ¿Qué tiene que ver la edad de un autor?


Escribir por nuestros seres queridos

Había leído que usted soñaba a menudo con su madre y que le hablaba en voz baja. ¿Sirve como motivación -también- literaria recordar a su madre?
(Varios segundos de silencio) Recordar a mi madre es un ejercicio conmovedor e inevitable que hago todos los días. Pasa que la literatura puede ser un vehículo de esa memoria y un justo homenaje, también. La novela El viajero del siglo está dedicada a ella. Mi madre murió cuando estaba escribiéndola y si seguí fue para tener un libro que dedicarle. Así que, en ese caso, fue una especie de estímulo escribir en nombre de mi madre. Escribimos en nombre de nuestros seres queridos, incluidos los imaginarios. Un personaje también es un ser querido.


La llovizna diluía la primera gran nevada que acababa de caer sobre Wandernburgo. Más que limpiar las calles, el agua flaca contribuía al barro: la tierra de las calzadas se batía, los bordes de las losas se manchaban, los huecos entre los adoquines se llenaban de café sucio. La luz de las mañanas se alzaba con dificultad, como izada por un brazo torpe. Las chimeneas oscurecían las nubes. Los abrigos engordaban las sombras que pasaban de largo.

Hans se detuvo en el centro de la plaza del Mercado. Desvió la vista una vez más hacia el rincón donde el organillero solía apostarse. Qué imperceptible, qué inmenso era el hueco que había dejado en la plaza. Hans intentó mirarla como el organillero la miraba, como él había sabido mirarla. La encontró simple y fea. Escondió las manos en los bolsillos de la levita, agachó la cabeza, siguió caminando.

De la novela El viajero del siglo de Andrés Neuman, página 507.


¿Nunca escribe en nombre de usted mismo?
Es que me parece más interesante convertirse en otra persona. Para eso sirve la ficción. Si no nuestro destino sería el de Narciso. Y sabemos que Narciso no escribió: se ahogó. Esa es la diferencia.

Quiero agradecerle su tiempo. Muchísimas gracias…
No, por favor.

…por la entrevista y esperamos que las próximas veces que vuelva sea tan bien recibido como lo ha sido en este Festival Eñe.
Muchas gracias.

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