“Mi poesía es un acto de fe”
Entrevista y foto por Gianmarco Farfán Cerdán
La colombiana Piedad Bonnett Vélez (Amalfi, 1951) es una de las poetas más importantes de Latinoamérica. Por su valiosa y sólida obra literaria ha recibido el Premio Casa de América de Poesía Americana 2011 -en Madrid, España-, así como el Premio Poetas del Mundo Latino 2012 -en Aguascalientes, México-, el Premio Nacional de Poesía 1994, y una Mención de Honor en el Concurso Hispanoamericano de Poesía Octavio Paz -en Cali, Colombia-. Poemas suyos han sido traducidos al francés, sueco, griego y portugués.
Además de haber sido catedrática por treinta años en la Universidad de los Andes, tiene una Maestría en Teoría del Arte, la Arquitectura y el Diseño en la Universidad Nacional de Colombia. También ha publicado ocho poemarios -De círculo y ceniza (1989), Nadie en casa (1994), El hilo de los días (1995), Ese animal triste (1996), Todos los amantes son guerreros (1998), Tretas del débil (2004), Las herencias (2008), Explicaciones no pedidas (2011)-, cuatro novelas -Después de todo (2001), Para otros es el cielo (2004), Siempre fue invierno (2007) y El prestigio de la belleza (2010)-, la antología personal Los privilegios del olvido (2008, con prólogo de José Watanabe), y cinco obras de teatro.
Piedad vino al Perú hace poco, como invitada del estupendo II Festival Internacional de Poesía Lima 2013, donde leyó sus versos -del 4 al 7 de julio- en distintas universidades, centros culturales, parques, plazas, hoteles y museos de nuestra capital, junto a poetas de treinta países. Ella se dio tiempo, también, para presentar su último y muy conmovedor libro testimonial Lo que no tiene nombre (2013) -que ya ha recibido elogios de los escritores Andrés Neuman y Héctor Abad Faciolince- en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Este texto trata sobre la esquizofrenia que sufrió su hijo Daniel durante diez durísimos años. Los poetas peruanos Giovanna Pollarolo, Rosella di Paolo y Carlos López Degregori acompañaron y comentaron la sumamente emotiva presentación literaria del jueves 4 de julio, en el Auditorio de Humanidades.
Tuvimos la dicha de conversar ampliamente con la reconocida poeta colombiana sobre diversos temas literarios y de la vida misma. Ella se mostró como un ser humano valiente, honesto, inteligente, reflexivo, que conserva un alma pura y a flor de piel -como corresponde a una verdadera maestra de la palabra-. También nos permitió apreciarla como la madre amorosa que es: aquella que extraña inmensamente al hijo querido que no volverá más.
Muchísimas gracias por la entrevista.
No, Gianmarco. Con mucho gusto.
Quería empezar con José Watanabe, a quien usted conoció e intercambiaron, inclusive, experiencias literarias. Él decía sobre usted que “ella se mira como alguien que no tiene otra salida que practicar el intercambio de dolor con palabras. Poeta, parece decirnos, es aquel que irremisiblemente se resigna a ese duro comercio”. ¿Es así como usted siente la poesía: como esta definición de José -que en paz descanse-?
¡Ay, sí! Que en paz descanse. Desde la fragilidad de la adolescencia -que fui una niña hipersensible y en conflicto con el mundo- la palabra fue eso: una transacción. Para que el dolor se alivie, yo pago con la palabra. Incluso, tengo algunos poemas sobre eso. Cuando llega el dolor, entonces sale la palabra a salvarme. Como un salvavidas. Pero no es el salvavidas del desahogo, que quede claro. Es una cosa mucho más sutil y honda. Es como que yo me pusiera en relación con las palabras para tratar de hacerlas decir cosas que ellas no pueden decir. Es como una pelea amorosa con las palabras. Que espero ganar a ratos, pero que, en ciertos momentos, me gana la partida. Un poeta está en esa lucha con las palabras, entre el amor y el odio por las palabras. A veces, las palabras no nos responden como debieran.
También está el tema del amor, que toca usted en su poesía, pero de un amor contradictorio, como en su poema Canción, que dice: Nunca fue tan hermosa la mentira / como en tu boca, en medio / de pequeñas verdades banales / que eran todo / tu mundo que yo amaba, / mentira desprendida…
Tenía veintipico de años cuando escribí eso. Es que me interesa siempre la doble cara de las cosas. Las cosas que no se dejan definir son las que le interesan a la poesía: el amor, la muerte. Uno mismo, que no tiene definición, porque escapamos de nuestra propia comprensión. Pero el amor es un tema que siempre me ha fascinado en literatura. Es más, tengo una colección de libros que analizan el amor, desde Denis de Rougemont, El amor y Occidente (1939), pasando por los clásicos, Stendhal, por todos los nuevos, (Zygmunt) Bauman. El matrimonio es un tema que me interesa mucho, porque creo que todo el tiempo está frente al atrapamiento del amor y al deseo de huir de lo que congela el amor. Milan Kundera es uno de los escritores que mejor habla de eso. Me interesa desde la experiencia del amor, a veces. Pero, también, me interesa el amor como concepto, como esa cosa que anda vagando por ahí. Una nube que, de pronto, se nos pone encima, nos llueve, ja, ja, ja… y nunca salimos igual. Salimos siempre diferentes.
Analizarlo no solo desde el punto de vista literario. De repente, (desde) un punto de vista tipo Erich Fromm ¿Algo así, también?
Sí. Claro. No como autoayuda, claro, que son libros rosa, pero como iluminación sobre el amor. Porque de eso se alimenta, también, un poeta: del concepto. Entonces, sí. Como yo fui académica treinta años, siempre veo el lado reflexivo de la literatura. Siempre estuve estudiando. Para el análisis de muchas obras, yo me metía con muchachos de veinte años a analizar esos aspectos del amor, para que lo consideraran no solo desde la pura vivencia sino desde la historia del amor. Porque el amor, también, tiene una historia.
Claro. La teoría del amor.
Sí. Y el matrimonio tiene una historia. No era lo mismo estar casado en el siglo XIII que en el siglo XVIII o que en el siglo XX. Por (la capacidad individual de) elección.
Otro tema que hay bastante en su poesía es la pérdida. Como en Réquiem, del poemario Nadie en casa: Resulta / que ya nada es igual, nada es lo mismo, / que algo se ha muerto aquí / sin llanto, / sin sepulcro, / sin remedio, / que otro aire se respira ahora en el alma, / patio oloroso a humo donde cuelgan / tantos locos afectos de otros días.
(Sonríe). Qué bonito que te vayas a esos poemas, porque son viejos. La primera pérdida: la infancia. Porque, para mí, fue un mundo de ensoñación la infancia. Un mundo de huida, también. Porque los cuentos infantiles me sirvieron para huir de una realidad que no siempre era grata. Y descubrí la muerte, la injusticia, el autoritarismo, el miedo, la religión -que siempre me pareció tan atormentadora-, el horrible mundo de las monjas.
¿Estudió con monjas?
Sí. Claro. Y eso siempre me produjo una cosa horrible, ese universo como secreto detrás de unas puertas. Entonces, la infancia fue una primera pérdida importante y, luego, la vida está llena de pequeñas y grandísimas pérdidas. En realidad, yo he sido una mujer, más bien -a los ojos de los demás-, feliz y luchadora, que ha conseguido cosas. Pero nadie sabe los pequeños intríngulis del alma. De eso se ha nutrido mucho mi poesía: de la amiga que quise y que cuando quise volver a ver, era ya una extraña. O la que no contesta la carta. O el compañero que agrede. Los encuentros y los desencuentros del mundo me interesan mucho.
¿Usted siente que sus amigos cambiaron más de lo que usted ha cambiado con el paso de los años? Porque me describe que usted los buscaba a ellos, pero ellos ya no eran los mismos.
Yo soy la que ha cambiado más vertiginosamente. Yo siento eso: que la vida está llena de intensidad, para mí. A veces, veo que los seres humanos quedan como petrificados en unas pequeñas cárceles que se construyen: la de la Academia, la del trabajo. Sin imaginación. No voy a decir que yo esté libre de cualquier cosa de esas -tengo mis pequeñas cárceles, también, con las que voy dando lucha-, pero sí, de pronto, me encuentro con ese ser y ya no tenemos compatibilidad. Eso no se vive con dolor. Todos vivimos esas cosas todos los días. Hay unas pérdidas que sí ocasionan dolor y esas son las de la poesía, las otras no.
¿Usted cree quizá que, por ejemplo, a esos amigos con los que ya no compatibiliza como antes, de repente, su éxito los pueda amedrentar un poco? Decir: “Claro, Piedad ahora es conocida internacionalmente. Ha ganado premios en España, en México, en Colombia”.
El éxito ahuyenta, como el dolor.
Sobre todo en la gente más cercana.
Sí.
Aunque no parezca.
Yo no sabía, por ejemplo, que la envidia fuera una fuerza importante en el mundo. Yo tengo envidia de la belleza física o de una buena voz. Pero son envidias de esas normales, no envidias malvadas. Y he descubierto, por ejemplo, que el silencio es un gran instrumento de la envidia. Entonces, de pronto, algunos que están al lado silencian no los éxitos si no simplemente el trabajo del otro. No se dice nada. Yo tengo una novela que se llama El prestigio de la belleza, que es exactamente sobre eso.
Del año 2010.
Sí. Que habla de la niñita que fui yo, que se dio cuenta que a la mamá no le parecía bonita. Y lo que yo muestro es cómo el yo se fortalece en ciertos seres. Hay otros que los aplastan esas percepciones. Entonces, yo creo que la adversidad, en ciertas personas potencia la creatividad, la introspección, potencia hasta cierto punto, también, el escepticismo. Aunque yo soy una persona que, en el fondo, siempre tiene mucha fe en la vida. Yo no tengo fe en la otra vida.
¿Y en su poesía tiene fe?
Sí. Mi poesía es un acto de fe. Mi escritura es un acto de fe. Porque cuando muere mi hijo, lo que se me ocurre es escribir. Entonces, es un acto de afirmación de la vida. Como si yo quisiera vivir doblemente: lo que él no vivió y lo que yo estoy viviendo día a día. Apenas va llegando la vejez -que a mí ya me va llegando-, se fortalece esa sensación de que la vida está hecha de instantes. Sí. Para otros seres no, hay como una especie de petrificación. Para el artista, viene eso acompañado de tanto: la nostalgia de lo que se pierde. Ahora, yo pienso mucho en esos versos de (Rubén) Darío: Juventud, divino tesoro -eso me parecía antes ridículo- ¡Ya te vas para no volver!... Claro. Eso solo un poeta lo puede decir así. Cada uno con sus medios, pero así es.
Justamente, ha venido a Lima a presentar el libro Lo que no tiene nombre, que trata sobre todo de la experiencia personal y familiar del suicidio de su hijo. Lamentable suicidio, del año 2011, en mayo. A los veintiocho años (de edad). ¿Cómo siente que va a quedar su libro? Va a ser muchas cosas a la vez, pero, básicamente, es un testimonio de amor de una madre hacia su hijo.
Sí. Esa es la primera cara que ese libro puede tener: testimonio de una madre que trata de entender. No por qué se suicidó, porque eso yo lo sé, sino qué pasó en esa alma en esos momentos: de quién se despidió, qué renuncias empezó a hacer. Me pregunto, también, en la interrelación con la realidad, ¿cómo fue percibiendo que se le cerraba el mundo? Lo que quiero es meterme en la mente del suicida. No solamente de mi hijo sino del que va haciendo esa trayectoria hacia la muerte. Todos (estamos) huyendo de la muerte. Y el suicida va directamente hacia allá, como con amor. Leí a Jean Améry -que fue un suicida frustrado primero y luego exitoso. Se trató de suicidar dos veces, la segunda sí se suicidó-, un filósofo: él hace una reflexión sobre el suicidio en Levantar la mano sobre uno mismo (1976). Y uno ve en él la fuerza, la potencia de la muerte en todo su ser, en su relación con el mundo. Él dice que en el momento en que el suicida toma la decisión, descansa. Como cuando tomas la decisión de separarte de alguien o de hacerte una operación. Entonces, yo hice eso, también, para entender. Lo que quiero decir es que el libro es de una madre, pero el libro, sobre todo, es de una escritora. Porque somos las escritoras las que producimos los libros, no las madres. Yo siempre he tenido una cosa, hasta cierto punto, que podría interpretarse como impudicia. Creo que hay una especie de impudicia en coger mi intimidad y saquearla: revelar que un padre o revelar que un amante... Pero lo que trato es de convertir eso en una experiencia de todos. No es confesional, no es como vomitar una experiencia íntima con detalles que no interesan a nadie sino, más bien, todo lo contrario. Como limarla para que sea la experiencia de otros.
Está tratando de universalizar.
Sí. Sin que me lo plantease. Porque sería como de profesor de literatura. No. Universalizar desde lo más hondo de lo que siento.
Y ahora que el libro ha tenido buena recepción por parte de la comunidad que sufre (esquizofrenia), tanto de los padres como de los mismos pacientes, en su país, ¿se ha planteado, de repente, que tenga ese mismo éxito a nivel de público y crítica en otros países, dado que es un tema que afecta a veinticuatro millones de personas en todo el mundo?
Pues diría la lógica: que si en un país como Colombia eso funciona, con esa emotividad, ¿por qué no va a funcionar en Perú o México? Lo que sí es insospechado es en países distintos, de otras latitudes. Pero pienso que sí, ese camino lo va haciendo naturalmente un libro y vas comprendiendo al público lector a través de eso que uno no puede prever.
Finalmente, Piedad, ¿qué cree que le hubiera dicho Daniel de haber leído…?
¿Ese libro?
(Asiento con la cabeza).
(Reflexiona un momento). Desde la muerte, porque desde la vida él me hubiera dicho: “No, mamá. No me expongas así“. Pues él me hubiera dicho, desde la muerte: “Gracias, mamá”. Como me dijo el último día, antes de suicidarse: “Gracias, mamá”. Por todo, me lo estaba diciendo. “Gracias, mamá, por mostrar mi obra. Gracias, mamá, por mostrar que era un chico bueno”. En fin. Yo creo que me hubiera dicho: “Gracias”.
¿De alguna manera, siente que lo ha salvado con el libro?
Sí. La única salvación posible: que es de mentiras.
En el mundo de la ficción.
Que es falsa, sí. Pero es la única salvación que yo puedo darle.
Muchas gracias por la entrevista.
A ti muchas gracias. Y te felicito.
Excelente ,amoroso dulce !!! Así percibí a Piedad Bonnet.
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