“Uno de los deberes del periodista es la piedad, la comprensión”
Entrevista y foto por Gianmarco Farfán Cerdán
Autoexigente. Esa palabra puede definir al magnífico periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos (Barranquilla, 1963). No imaginé, tras entrevistarlo, que este reconocido maestro de periodistas fuese tan duro con sus propios conceptos sobre el oficio (esto se puede apreciar al final de la entrevista). Sin embargo, ese alto nivel de autoexigencia me permitió, también, comprender por qué él es, actualmente, uno de los hombres de prensa más queridos, premiados y admirados de América Latina. El mítico escritor Gabriel García Márquez -quien era periodista, también- señalaba que “la ética no es una condición ocasional sino que debe acompañar siempre al periodismo, como el zumbido al moscardón”. Salcedo demuestra siempre una ética a prueba de balas en sus columnas, crónicas y libros.
Algunas de sus obras son: El oro y la oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé (2005), La eterna parranda. Crónicas 1997-2011, y De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho y otras crónicas (1999, Premio Cámara Colombiana del Libro 2000). Sobre el legendario boxeador Antonio Cervantes Reyes, Kid Pambelé, quien fue campeón mundial welter junior durante ocho años, tiene un recuerdo entrañable: “Cuando yo era niño no perdía mi tiempo viendo a Superman ni a Tarzán: mi superhéroe era de verdad y se llamaba Pambelé”. Sus crónicas han sido traducidas al italiano, francés, inglés, alemán y griego.
Es maestro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), que fue creada en 1994 por el autor de El amor en los tiempos del cólera (1985). Ha ganado el Premio Internacional de Periodismo Rey de España, dos veces el Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), el Premio Ortega y Gasset de Periodismo, y el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en cinco oportunidades. Asimismo, conduce dos veces por semana, junto a Mario Jursich, el programa radial Del canto al cuento, en Señal Radio Colombia. También publica una columna semanal en los diarios El colombiano y El Tiempo. Además, es un internauta muy activo en las redes sociales. Cualquier post suyo consigue, en pocas horas, cientos de “Me gusta” en su página de Facebook, así como decenas de comentarios.
El gran periodista peruano Juan Gargurevich afirma en su libro Historias de periodistas (2009) que “tal como en la poesía, periodista es quien afirma serlo y nadie lo discutirá. Pero los verdaderos, aquellos que son pura vocación, forman un sector privilegiado que asume como modo de vida el muy difícil y privilegiado oficio de acercarse a los hechos, convertirlos en relatos y proponerlos a lectores, oyentes, televidentes, para construir el entorno de realidad que hacen posible la convivencia, la comprensión, el conocimiento rápido, la denuncia, el reclamo de justicia”. Precisamente, todo eso es lo que Salcedo ha logrado con su excelente labor.
Gay Talese, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Norman Mailer, Leila Guerriero, Robert Louis Stevenson, Gustave Flaubert, Juan Manuel Roca, Juan Rulfo, Héctor Abad Faciolince, Mark Twain y Ryszard Kapuscinski fueron importantes referentes que aparecieron a lo largo de este aleccionador diálogo -el cual es, en realidad, una clase magistral para periodistas por parte del entrevistado-. La literatura y el periodismo son las mayores pasiones de Salcedo, si uno analiza los ilustres nombres citados.
Pude entrevistar a este respetadísimo colega gracias a que era uno de los invitados estrella de la Feria del Libro Ricardo Palma 2014. El tiempo quedó corto. Con un maestro como él uno siente que podría conversar sin pausa. Mejor dicho, uno sabe que aprenderá de él interminablemente. El ensayista y poeta estadounidense Ralph Waldo Emerson aseguraba que “el hombre que hace que las cosas difíciles parezcan fáciles es el educador”. En ese noble sentido, Salcedo es un verdadero educador de periodistas. Y lo seguirá siendo. Está en su naturaleza.
Muchísimas gracias por esta oportunidad. Es un gusto que usted esté entre nosotros, en la Feria (del Libro) Ricardo Palma. Gay Talese había dicho alguna vez que “el periodismo es una profesión honorable y no estoy de acuerdo con quienes nos pronostican un futuro tenebroso, porque no hay nada más importante que la verdad”. ¿Usted, también, ve ese mismo futuro?
Yo creo que el periodismo siempre va a existir aunque se acaben los periódicos. Los periódicos se acaban porque necesitan una gestión económica, necesitan músculo financiero, pero el periodismo es algo necesario para las sociedades y por eso sobrevivirá aunque no exista ningún periódico.
Justamente sobre el tema de las historias, Talese había mencionado que “aunque se publique, nunca se llega a cerrar realmente ninguna historia. Siempre quedan resquicios que desembocan en otras historias. Si uno vuelve a algo escrito hace diez, veinte, treinta años, siempre descubre cosas sorprendentes”. ¿Usted, también, suele volver sobre sus historias cada cierto tiempo?
Hoy te regalé el libro El oro y la oscuridad.
De Pambelé.
Yo escribí una crónica en el año 2004 que apareció en la revista Soho. Al año siguiente esa crónica apareció en forma de libro con cinco capítulos más. La historia creció. Lo que, al principio, en la revista tenía cinco capítulos, al año siguiente, en el libro tenía diez. Me quedó la sensación, en aquel momento, de que me tocó correr para entregar ese libro y de que no conté todo lo que quería contar, lo que necesitaba contar. Eso fue, para mí, un mal sabor. Y hace dos años solucioné ese problema, insertando todo lo que creí no haber contado en aquel momento en una nueva edición del libro.
¿Va a ser una edición definitiva?
Borges decía que hay que publicar los libros para no pasarse la vida corrigiéndolos. Sin embargo, yo creo que aunque uno los publique, siempre hay algo que corregirles.
Bioy Casares, también, decía que hay que aprender a contarse uno mismo la historia.
Sí.
¿Cómo aprendió usted a contarse las historias que después son crónicas?
Aprender a contarse uno mismo la historia es planearla, es hacer el ejercicio de ordenarla. Contar historias es ordenar. Porque los hechos uno los encuentra en la vida desordenados.
Un caos natural.
Hay un caos ahí y, entonces, uno tiene que ordenar, priorizar. La vida ordena las cosas cronológicamente. Lo que pasó a las siete de la mañana uno lo ve antes de lo que sucedió a las dos de la tarde. Pero cuando uno cuenta historias no necesariamente le sirve el orden natural que la vida le entrega a uno. Y uno tiene que pensar entonces en un orden literario. Y ese orden literario establece que la prioridad es distinta. La prioridad no es qué pasó antes, en tiempo cronológico, sino cómo ordeno yo la historia para que cautive más al lector. Entonces, yo puedo empezar con la muerte del personaje.
Es parte de la literatura de no ficción que usted realiza.
Claro. Contarse la historia uno mismo es ordenarla, planearla, identificar cuáles son sus ejes temáticos, sus hitos narrativos, dónde está su nudo. Es pensar en la historia. Yo siempre he querido creer que Bioy Casares se refería a que no pensemos solamente en la historia cuando nos sentamos a escribirla sino que pensemos en ella antes. Norman Mailer decía: “La mejor parte del trabajo de escritura sucede lejos de la máquina de escribir”. Si uno cree que solamente va a escribir cuando se siente frente al ordenador, posiblemente, va a fracasar. Hay que pensar en la historia desde mucho antes de llegar a esa instancia de la escritura.
Uno tiene que estar carburándola.
Sí. Uno, antes de escribir la historia, ya la debe estar escribiendo.
En el caso de El oro y la oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé, me llamaba mucho la atención que de un personaje con tantas aristas -la deportiva, las adicciones, que era un ídolo, sigue siendo un ídolo-, de todos esos lugares por donde uno podía empezar la historia, usted la empieza por la decadencia de Pambelé.
Es que ese episodio fue escogido cuidadosamente, también. Te voy a explicar por qué. La primera escena, no el primer capítulo, la primera escena nos muestra a Kid Pambelé en un hospital psiquiátrico dándose golpes, rodeado de periodistas. Y en esos días va un político muy importante de Colombia -que está en campaña por la presidencia de la República- a visitarlo a la clínica y se toma una foto con él, que utiliza electoralmente, porque dice que Pambelé está con él.
(Andrés) Pastrana.
Un político, sí. Esa escena resume toda la vida de Pambelé. Nos muestra la gloria, porque si no fuera glorioso no iría un presidente a buscarlo. Nos muestra la fama: si no fuera famoso no habría una nube de reporteros ahí. Nos muestra que es boxeador y que tiene secuelas de su vida como boxeador, porque sigue dando golpes. En este caso, se los está dando a sí mismo. Nos muestra la locura. Nos muestra todo. Todo el arco de la historia está resumido en esa sola escena.
Y, también, nos muestra lo cruel que puede ser el periodismo en querer utilizar siempre a los personajes para vender y no reflejando su vida (completa)…
¿Te refieres a los que están ahí, a mí o a ambos?
A los que están ahí, porque están esperando como buitres a ver qué le pasa para sacar eso y que venda.
Yo fui respetuoso con la vida de Pambelé, porque uno se entera de cosas… Hay una frase de Caetano Veloso, que me encanta, que dice: “De cerca, nadie es normal”. Cuando a uno se le acercan, uno está expuesto y todas sus imperfecciones, sus lacras, sus manías, quedan a la vista del que llega. Uno de los deberes del periodista es la piedad, la comprensión. No la compasión, que se la regalas al personaje como si le estuvieras haciendo un favor. La comprensión que te impones a ti mismo como deber, para respetarle la dignidad al otro.
Claro. ¿Cómo logra usted no pasar la línea entre el personaje periodístico y el ser humano amigo?
No hay ser humano amigo. Nunca soy amigo de los personajes sobre los cuales escribo. El ser humano amigo no existe. Me parece que si yo escribiera sobre esos personajes en calidad de amigo, ellos se sentirían traicionados. Porque lo que le interesa a un cronista no es lo mismo que a un amigo le interesa. Si tú tienes algo que te convierte en mi amigo, eso no me resulta interesante para contarlo.
Leila Guerriero había mencionado: “No creo que todas las historias pequeñas se puedan transformar en grandes, así como tampoco creo que toda la gente tenga algo interesante que contar. Hay gente que no tiene ninguna historia interesante para contar”.
Sí. Suscribo totalmente esas palabras de la gran Leila. Por eso, gran parte del ejercicio de construirse como contador de historias es aprender a identificar los temas que a uno no le interesan. Yo, cuando estaba muchacho, creía que todo lo que encontraba en la calle era una historia. Aprovechando que mencionas a Leila, quería resaltar algo que ella dice y es que el título que me gusta es el de ‘periodista’. Yo soy ‘periodista’. Dentro del periodismo hago crónicas. Eso de llamarme ‘cronista’ a secas me parece un poquito pretencioso. Soy periodista, como todos. Como el que hace la noticia de primera página, el que hace el fotorreportaje o el que hace el perfil. Un artesano del oficio es lo que creo que soy.
De repente, le mencionan este adjetivo porque la crónica está como entre dos bandos: la literatura y el periodismo. Como usted hace periodismo literario, tal vez por eso les gusta más calificarlo como cronista.
Yo me siento periodista, porque lo otro es como si fuera un marciano. A veces, me dicen “cronista y periodista”, lo cual me parece ofensivo. Como si ser cronista fuera algo distinto de ser periodista. O como si fuera un marciano. Un día descubrí que eso me molestaba y prefiero que me digan ‘periodista’, a secas.
No quiere que le digan ya ‘cronista’.
Soy periodista. A mucho honor, además.
Por supuesto. También Guerriero había mencionado, que “el común de la gente busca la noticia, lo inmediato: saber cómo va a estar el tiempo, enterarse de lo ocurrido en el accidente de Santiago, saber cuántos muertos hay en un atentado. El cronista es el tipo que llega después y tarde. Esa producción exige reposo, una mirada más contemplativa. Va dirigido a un tipo de lector más severo y formado”. ¿También suscribiría eso?
Totalmente. No hay nada de Leila que yo no suscriba. Aparte de que la admiro por su gran talento y su enorme calidad profesional, la quiero mucho, porque somos amigos. Tenemos una bonita amistad. Para complementar lo que Leila dice, considero que el reportero de la noticia entra a la casa incendiada por la puerta principal, el que hace la crónica entra a la casa incendiada por la puerta…
De servicio.
…del servicio, donde están los trastos inútiles, los cachivaches. El reportero de la noticia busca datos duros. Nosotros, en la crónica, buscamos esos mismos datos duros, pero nos aseguramos de que haya muchos detalles de color. Un reportero de noticias considera inútil saber si el día del incendio de esa casa un gallo cantó. Para mí, ese no es un detalle irrelevante, en absoluto. Nosotros creemos, en coro con Flaubert, que en los detalles está la verdad. Yo no te creo cuando me dices que fulano es hipocondriaco. Yo te creo cuando me dices qué tipo de pastillas tiene en el botiquín y de qué manera las agarra. Necesitamos ver la vida en escena. Necesitamos ver cómo el personaje vive la vida, no cómo nos dicen que la vive.
Recrearlo.
Sí. Robert Louis Stevenson decía: “Contar historias es escribir sobre gente en acción”. Yo procuro siempre estar ahí cuando suceden ciertas acciones, para poder contarlas. Y, repito, a nosotros no nos basta que el personaje nos diga cómo vive la vida: tenemos que estar ahí cuando la esté viviendo.
Hace unos instantes mencionó a Flaubert, y creo que con él, también, coincide -aparte de lo que ha mencionado- en que realiza una interminable búsqueda de “la palabra exacta” en lo que escribe, en sus textos.
Me gusta mucho buscar “la palabra exacta”, sí. Demorarme para encontrar la palabra justa. Mark Twain decía que la diferencia entre la palabra precisa y la casi precisa es como la que existe entre una lámpara y la luz del Sol. Si yo te digo: “Agua-querer-sed-tener-para tomar”, con todos esos disparates te dije que tengo sed y que quiero tomar agua, pero uno no habla así, como Tarzán, Cuando uno escribe, podría hacerse entender con el mínimo esfuerzo, pero no se trata de hacerse entender con el mínimo esfuerzo si no de que las cosas sean bien dichas, diferentes. Se trata de que haya una conciencia del lenguaje que permita abrir luces, camino. Veo que eres riguroso y que eres muy buen entrevistador, a diferencia de... Hoy en día hay mucha gente que anda haciendo entrevistas entre el lobby del hotel y el ascensor. Se la pasan a la cacería de gente que tiene comportamiento de divo y que dice: “Te doy una entrevista en diez minutos”. Entonces, el tránsito entre el lobby y el ascensor es, para ciertos reporteros apresurados que entrevistan a ciertos divos antipáticos, la única posibilidad de encuentro. Y lo único que sale de eso son palabras tristes que no contribuyen a nada.
Usted ha dicho en diversos momentos, en entrevistas, que es un lector asiduo de poesía. Juan Manuel Roca decía que “hay palabras de una gran belleza sonora. Todas las que vienen, por ejemplo, del influjo muslime, como ‘alambre’, ‘Alhambra’, ‘aljaba’, ‘almacén’. Esas palabras tienen una sonoridad muy bella”. Quería preguntarle si al momento de escribir sus crónicas -su trabajo periodístico, en general- tenía palabras favoritas.
Yo creo haber escrito sobre eso. Hay palabras que me gustan: ‘aquí’, ‘emboscado’, ‘a mansalva’. En esta entrevista no podría traer a la memoria, con la celeridad con que quisiera, esas palabras que me gustan. Pero son muchas las que me parece que tienen sonoridad, como bien lo anota Roca. Que tienen resonancia poética. También tengo algunas que no me gustan. Por ejemplo, yo nunca en la vida utilizaría la palabra ‘coadyuvar’: me parece espantosa. La palabra ‘parámetro’ jamás la utilizaría. Yo creo que el mundo estaba bien hasta que se creó la palabra ‘parámetro’… Me gusta la palabra ‘acuarimántima’. Me encanta ‘gracia’.
¿Le gustan por la sonoridad o por el significado?
Me gusta cómo suenan y lo que significan. La palabra ‘musa’ y la palabra ‘música’ están avecindadas y me encanta eso. Me encanta la palabra ‘mudar’. Mudar de piel, mudarse de sitio, trasladarse, cambiar.
En parte es, también, lo que usted hace mayormente en su vida: estar siempre cambiando.
Claro. La palabra ‘mudar’ es clave en mi vida. Oír a los otros es una forma de salirse de uno para meterse en el otro. Es posible que eso se pueda representar con un cambio de piel o con una mudanza. Me toca, a veces, abandonar mi voz para meterme en la del otro o meter la voz del otro en la mía. La palabra ‘palabra’ es muy bella, también. Lo que tú hablabas con Roca en ese fragmento que me citaste…
Que era de la entrevista (que le hice).
…es la observación de un hombre que tiene una gran conciencia en el uso del lenguaje. Esa conciencia es necesaria para escribir. Quien no la tiene no es un escritor si no un simple pegador de palabras. Yo, a veces, veo gente que junta palabras que nunca antes se habían visto las caras y lo hacen de manera realmente aparatosa. Las palabras tienen una alquimia, no es solo la belleza de una palabra aislada, que puede ser subjetiva, también. Es la forma en que tú unes las palabras para darles un sentido, para que signifiquen algo, para que tengan sonoridad. Yo necesito que las palabras me suenen bien, que tengan una música. Yo necesito que no hagan ruido. Pero, ojo, cuando yo escribo, siento que incurro en todos estos vicios que estoy diciendo. Por eso soy defensor de la corrección, de castigar eso que está ahí.
Al día siguiente.
Al día siguiente y al día siguiente y al día siguiente. Eso quiere decir: siempre. Héctor Abad, un escritor colombiano, dice que la gracia de escribir está en amordazar al mal escritor que lo habita a uno, en controlarlo, para no permitir que sea ese mal escritor el que termine contando las historias. Todos tenemos un bobo por dentro, que se muere de ganas de ser él quien cuenta las historias y, si nos descuidamos, ese bobo va a ser el que termine narrando.
Usted, cuando ya tiene una historia completa o casi completa, ¿suele, de repente -como hacen los poetas, también-, leer en voz alta, en su casa, a solas, o más que nada es una lectura silenciosa, mental?
Yo te soy sincero: me aburre leer en voz alta si estoy solo. Leo en voz alta si estoy con alguien que me oiga. No recuerdo nunca haber leído algo en voz alta estando yo solo. No lo puedo hacer, me siento ridículo, patético. Si llega alguien conocido, mi hijo, le leo en voz alta lo que estoy escribiendo. Esa pregunta me hace preguntar si no será que todos leemos en voz alta, aunque estemos leyendo en voz baja. Es decir, aunque estemos leyendo mentalmente. Porque cuando uno lee oye su propia voz. Yo leo y oigo mi voz. Claro que sí.
Ciertos poetas suelen leer en voz alta para buscar, justamente, la sonoridad del (texto).
Por eso son los mejores del parnaso literario los poetas. Son mis preferidos.
Usted mencionaba que no puede haber alguien con una buena prosa si es que no lee poesía.
Es que la poesía te enseña precisión. Hay mucha gente que cree que la belleza es ornamento, adorno, y me parece que es lo contrario: es falta de ornamento y adorno. Cuando tú depuras la prosa y la dejas en lo mínimo que debe estar, esa es la belleza.
Que no falte ni sobre nada.
Sí. Cuando tú llegas a un punto en el que nada hace ruido, en el que todo está bien armado, en el que ya no puedes quitar nada. Yo le creo a un escritor cuando es capaz de entregarme una prosa a la que no se le pueda quitar nada, porque si le quitas una palabra se le cae todo. Eso quiere decir que es preciso.
Claro. Y eso los lectores lo podemos ver en La travesía de Wikdi, que cuando va al colegio es Anderson.
Sí.
Esta historia, al principio, es dura, pero bien narrada. Después viene todo el dato informativo de la realidad: los chicos que viven lejos de la tecnología, lejos de todas estas estadísticas macroeconómicas de los gobiernos. No sobra (nada). Es una crónica muy potente, muy buena. Y como usted mencionaba en una parte de la crónica: si un paramilitar aparecía ahí, fácilmente hubieran acabado con él y con usted. Esta falta de temor, de que pasara algo malo, que tenía Wikdi, ¿también la siente usted? O usted cuando va a estos lugares tan lejanos, ya está curtido por la experiencia, por tantos años de trabajo.
Mientras te oía hablar, me preguntaba si no será que yo me he pasado la vida usando el periodismo como una especie de calmante. El periodismo podría ser, para mí, el calmante de un nervioso. Así como los nerviosos e hiperactivos tienen que tomarse un calmante para poder dormir, es posible que yo tenga que hacer periodismo para poder vivir. Hay cosas que yo, como ciudadano, no haría, porque son temerarias, y como periodista las he hecho todas. Hay ciertas zonas de Colombia a las cuales yo no entraría como ciudadano, pero como periodista voy y entro. Entonces, el periodismo me lleva a ser lo que no soy, que es un hombre imprudente, temerario. Un hombre que se mete por donde no lo han llamado. Para hacer esa crónica de Wikdi -como para hacer cualquier otra en la periferia, en la selva profunda-, uno termina asumiendo ciertos riesgos, sin duda. Yo no pienso en eso. Ni para mal ni para bien. Si pensara en eso para mal -es decir, en las consecuencias que se pueden derivar de allí-, me intimidaría. Y si pensara en eso para bien, podría convertirme en una persona fatua, con una idea mesiánica del oficio o que se cree un héroe porque se metió por allá. Para mí, son gajes del oficio. La historia estaba en ese lugar y a ese lugar fui. Y ya. No me hago muchas preguntas de si es o no peligroso.
A pesar de esa temeridad que tiene -o por los gajes del oficio, nada más-, tiene (usted) sus límites. Por ejemplo, ha dicho que “uno debe aprender que, a veces, un entrevistado nos puede contar cosas demasiado personales. Uno no tiene derecho a contar eso”. Entonces, hay un límite: el de la intimidad de la persona.
Sí, cuando uno se acerca demasiado ve las taras de los personajes y, al ver las taras, uno está obligado a ser piadoso. Porque entrar en la intimidad ajena, hacer un festín con ella me parece inmoral y cruel. Hasta cobarde, incluso.
Me llamó mucho la atención esta apreciación que hizo Juan Jesús Armas Marcelo sobre usted, justo para el Hay Festival. Dijo: “Lo que sorprende, también, a estas alturas (…), es que un escritor de crónicas sea un escritor tan delicadamente y tan cuidadosamente literario. Que hay muchos escritores de literatura que no lo son”. Me gustó mucho esta definición. Luego, usted le agradeció. Eso es algo que uno, a veces, siente cuando lo lee. También Armas Marcelo dijo que usted, seguramente, más adelante iba a pasar a la novela. Algo que muchos pensamos, porque tiene todos esos ingredientes necesarios del novelista.
Vamos a ver si se da. Tomaré una decisión al respecto. Yo creo me he defendido con la lentitud de la escritura. Si yo fuera compulsivo, hubiera escrito muchas tonterías de las cuales me avergonzaría. Como soy lento, he escrito las mismas tonterías, pero en menos cantidad, ja, ja, ja, ja…
Ja, ja, ja…
Si yo fuera farragoso, si yo tuviera un libro cada tres meses… Pero como no he sido una persona que ande por ahí vomitando libros todo el tiempo, el no escribir libros cada tres meses me parece una maravilla. Si me dijeran: “¿Qué es lo que más valora de sí mismo?”. “No tener un libro escrito cada tres meses”. Lo diría de esa manera.
Usted cree que si no hubiera leído a Juan Rulfo en su infancia, ¿habría terminado siendo cronista? Porque usted mencionó que le asombró la desnudez de la prosa de Juan Rulfo cuando era joven.
Sí. Te voy a explicar lo que me gustó de Rulfo en el primer momento, que no es lo mismo que me gusta ahora. Cuando yo leí a Rulfo en la adolescencia, yo vivía en un pueblo donde hacía calor.
¿San Estanislao?
Sí. Un pueblo donde había una vegetación agreste, donde los parajes eran inhóspitos. Entonces, yo encontraba que Rulfo estaba haciendo un retrato de mi aldea. Estaba haciendo un retrato de la aldea de él, pero, de paso, estaba retratando la mía.
Comala.
Me encantaba que Comala se pareciera a los pueblos del Caribe colombiano. Yo sentía que eso era verosímil, que estaba muy cercano a mí. Eso fue lo primero que me gustó de Rulfo. Con los años, empecé a valorar otras cosas: su prosa trabajada -humildemente, pacientemente, como un artesano-, de gran resonancia poética, natural. Porque Rulfo nos da la idea de una naturalidad a la que es muy difícil llegar. Ahí solo llegan los grandes artistas.
Parece demasiado fácil.
Claro. Parece muy fácil. Yo nunca encuentro a Rulfo pretencioso, nunca lo encuentro vanidoso. La escritura tiene que ser difícil, para que al lector le resulte fácil. Difícil para ti al escribir, fácil para el lector al leer. El trabajo es para el que escribe, no para el que lee. No me gustan los escritores que me hacen trabajar para entenderlos, a límites que van más allá de la consideración. Hay ciertos escritores que cuando uno los lee envejece diez años, porque lo ponen a trabajar a uno. El lector es el que termina haciendo el libro, de alguna manera. Rulfo se echa encima el peso completo del trabajo para que a ti te resulte amable la tarea de leerlo. Además, me gustan sus diálogos, esa sencillez engañosa, porque parece brotar sin esfuerzo, cuando, en realidad, es producto de un esfuerzo encarnizado, de una batalla feroz consigo mismo.
Los escritores, los periodistas, tienen que realizar esa batalla diaria -si es que escriben todos los días- con el lenguaje. Y usted mencionaba al respecto que cuando uno cuenta historias debe aprender no solo a incluir sino, también, a descartar. Algo que, a veces, mucha gente que escribe -escritores o periodistas- no hace y dejan ahí los textos, un poco sucios.
Sí.
Podemos verlo en la prensa actual.
Sí.
En esta sobreabundancia de novelística y cuentística que hay.
Cada género tiene sus posibilidades y sus desventajas. Por eso, entrevistas como la que tú me haces tienen una desventaja para mí en este momento, porque yo estoy hablando. Puedo quedar como un pelotudo, porque no completo las ideas. Como soy del Caribe, a veces, digo una frase y la completo con un movimiento de las manos. Nosotros decimos en el Caribe: “¡Mira, cógeme ahí!” y señalo con el dedo, como pidiéndole el favor a alguien de que me alcance el vaso y me lo traiga, pero no lo dije de esa manera. “¡Mira, cógeme ahí!”: en el Caribe hablamos así. Yo creo que escribo para contrariar un poco al que soy cuando hablo. Soy consciente de que hablo tan mal que digo: “Voy a escribir para ver si es que, definitivamente, puedo decir algo que valga la pena”. Porque cuando hablo no me sale nada que valga la pena.
Me parece que es un poco duro consigo mismo.
Ja, ja, ja, ja…
Yo sí escucho muchas cosas interesantes en todo lo que me está respondiendo. Quería mencionar otras cosas que he leído de usted o que he escuchado en YouTube, en eventos a los que usted ha asistido. Por ejemplo, ha mencionado que “los paramilitares nos enseñan geografía (en Colombia)”, acerca de la masacre de 66 personas en El Salado, que quedaba a una hora de Cartagena. Y, también, había dicho algo que me parece una frase brillante, pero durísima: “En Colombia hay gente que muere, luego existe”.
Sí. Todas están en una crónica que yo escribí sobre El Salado.
Claro. Esta realidad colombiana que a nosotros, como latinoamericanos, y a mí, como peruano, nos duele -porque vemos que se sigue muriendo la gente, sigue el narcotráfico-, todo esto, ¿hay alguna forma de combatirlo, efectivamente, a través del periodismo? Este dolor, los paramilitares, el narcotráfico, la corrupción gubernamental.
A veces, yo veo periodistas que denuncian, destapan ollas podridas, hacen que a un ministro lo metan a la cárcel…
O a presidentes.
…y, al poco tiempo, comienza de nuevo el mismo carrusel. Llega un ministro que merece ser encarcelado, denunciado y que sigue fomentando la corrupción. Yo aprendí que hacer nuestro trabajo ayuda a que existan mejores sociedades. Me gustó el descubrimiento de que nuestro oficio, si bien ayuda, se da al margen de la ley. Nosotros no somos la ley. No soy un juez, no soy el Estado, no tengo por qué resolverle problemas a nadie, no tengo por qué agarrar de la mano a un ministro y meterlo preso. Yo lo lamento un poco por los colegas que se sienten eso, porque sé que hay muchos que actúan con la soberbia de creerse jueces y más importantes que la ley. Yo soy un periodista y desde mi trinchera puedo hacer un aporte. Nunca lo magnifico, nunca creo que ese aporte sea el que va a salvar a la humanidad. Yo no voy a salvar a nadie. Yo lo único que quiero es seguir contando historias y si esas historias les gustan a alguien, maravilloso. Pero no estoy empeñado en salvar vidas, almas, al país. No estoy interesado en eso. La crónica contribuye a hacer memoria y eso es útil.
Memoria histórica.
Sí. Tú acababas de mencionar esa crónica que yo escribí… Un personaje de El Salado me estaba hablando de la masacre de manera muy insistente y descarnada y yo le dije: “¿Usted por qué me habla de eso?”. Me dijo: “Porque olvidarlo es hacerle un favor a quienes nos matan”. Ese personaje me hizo ver ese día que mi oficio consiste en ayudar a que no se nos olvide nuestro propio horror. Porque olvidar ese horror es hacerle un favor a quienes lo propician.
Es cierto. Kapuscinski dijo -hay un libro sobre eso- que este oficio no es para cínicos, que el periodismo no es para cínicos. En lo personal, a veces, veo mucho cinismo en el periodismo de mi país. ¿Usted siente que hay cinismo en el periodismo de su país?
Yo creo que sí. En el sentido de que me parece cínico dedicarle la parte de arriba del periódico, de la primera página, a un reinado de belleza. Seis columnas. Y poner en páginas interiores, en la esquina inferior de una página, la muerte de un ama de casa que fue estrangulada por un grupo terrorista. O no seamos trágicos: hay una señora que hace una obra social por su comunidad, una obra de gran valor. Una señora que tiene libros y no ha fundado una biblioteca si no que, simplemente, presta los libros para que los niños hagan las tareas. Una señora que está prestando un bien concreto a su entorno, a su comunidad, y para nosotros no es noticia. Aparece por allá, en páginas extraviadas, porque en la primera página tiene que ir la noticia de la reina que acaba de ganar el concurso de belleza. Eso sí.
La espectacularización o farandulización de la prensa.
En Colombia hubo un terremoto en el año 1999, que devastó una zona geográfica conocida con el nombre de “eje cafetero”, porque es la zona donde se concentra la producción de café. Entonces, un periodista muy importante de Colombia dijo: “Tenemos unas imágenes espectaculares del terremoto”. Cuando tú conviertes en afines las palabras ‘espectáculo’ y ‘terremoto’, que mata gente, tienes un problema grave, una distorsión grave.
Ética, sobre todo.
Y eso podría ser lo que tú dices: cinismo.
Y una falta de ética enorme. Yo he visto lo mismo que usted ha mencionado, en la televisión de mi país. Dicen: “Tenemos espectaculares imágenes del accidente donde murió tal persona, atropellada”. Pienso igual que usted. ¿Cómo puede ser espectacular la muerte en un terremoto o en un accidente de tránsito? Yo no veo nada de espectacular en eso, tampoco.
Así es.
Para cerrar la entrevista, quería mencionar que usted ha dicho en una ocasión: “Yo sufro cuando escribo, pero adoro oír a la gente, me encanta oír a la gente (…) Los oigo más allá de lo que yo pregunto”.
Yo no tengo mucha familiaridad con el género entrevista porque no lo trabajo. Yo hago entrevistas que utilizo luego como materia prima de mis crónicas, pero no las utilizo como género entrevista. Entonces, he desarrollado la capacidad de ver a la gente más allá de lo que dicen. A veces, me sorprendo no prestándole mucha atención a lo que la gente dice, porque estoy más empeñado en ver cómo lo dice mientras vive, cómo lo dice con sus acciones.
El contexto.
Sí, el contexto. Yo no sé si en Perú pasa lo mismo, pero cuando uno va a la escuela de muchacho, de niño, a estudiar, a uno le enseñan la historia de su propio país y todos los próceres dijeron frases célebres. Es impresionante.” Si mi muerte contribuye para que cese la violencia, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. Todos parecen, todos los héroes…
Son (como) poetas.
No. Todos los héroes de nuestra historia, en Colombia, parecen actores de una mala obra de teatro. Así habla la gente en una obra teatral, no en la vida.
Pasa lo mismo en el Perú, también.
Claro. Entonces, mi oficio consiste en ver la vida hasta lograr oír cómo hablan los personajes de verdad, cuando están más allá de esa obra de teatro que nos inventan los malos historiadores.
Muchísimas gracias. Ha sido un gusto enorme y, de verdad, espero que vuelva muchas veces más.
Ojalá te haya dicho algo que valga la pena.
Sí, bastante.
Me temo que no.
Muchas gracias.
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